Ceuta bajo los Austrias
Evolución Política
Tras el fallecimiento del rey de Portugal, don Sebastián, en la batalla de Alcazarquivir, como hemos visto en el capítulo anterior, asume momentáneamente la corona portuguesa el infante don Enrique. Puesto que éste no tenía descendencia, se plantea en el vecino reino el problema sucesorio. El rey de España, Felipe II, se consideró con derecho a esa corona por ser hijo de la emperatriz Isabel, segunda hija del rey de Portugal, don Manuel. La subida de Felipe II al trono luso va a provocar profundos cambios en la política nacional de ambos reinos, lo que afectará de forma directa al futuro de Ceuta.
Ceuta durante el reinado de Felipe II (1581-1598)
La situación no era fácil para nuestra ciudad en estas fechas, pues tras la victoria sobre los portugueses de 1578, los magrebíes habían recuperado la confianza en la conquista de todas las plazas ocupadas por los cristianos en el norte de África. Aunque Felipe II aún no había sido proclamado rey de Portugal, le inquietaba la defensa de estas plazas, sobre todo Ceuta y Tánger, por sus especiales valores estratégicos. Mientras que en Portugal la mayor preocupación consistía en la necesidad de rescatar a los numerosos cautivos de la batalla de Alcazarquivir.
El marqués de Santa Cruz, en carta fechada el 14 de diciembre de 1579, refería que después del abandono de Arcila, durante el reinado de don Juan III de Portugal, Ceuta y Tánger subsistían a duras penas y que la situación se había agravado después de la batalla de Alcazarquivir. A la desesperante situación militar de nuestra ciudad se unía la epidemia de peste que se había desatado en Ceuta y en todo el reino. Esta epidemia permitió a Felipe II proveer a la ciudad de refuerzos humanos y materiales sin herir la susceptibilidad de los portugueses, argumentando para ello la necesidad de socorrerla en este trance.
Durante los efectos de la peste, que llevará a la muerte a una parte considerable de la guarnición, hecho del que los musulmanes estaban informados, hubo el peligro de otro ataque magrebí. El 18 de mayo de 1580, el corregidor de Gibraltar escribió a Gabriel Zaias: “En esta fragata de moros me vino aviso de Tetuán de un esclavo del alcalde como su amo había acordado venir sobre Ceuta y poner escalas en ellas por la banda de Tetuán, atento a la poca gente de guerra que en aquella plaza ha quedado con la peste” (Mendes Drumond y Drumond Braga, 1998, pág. 41). El corregidor gibraltareño seguiría informando al capitán general de Ceuta, Leonis Pereira, aunque finalmente el ataque no llegaría a concretarse.
En Ceuta no hubo ningún impedimento en jurar al nuevo monarca. El 31 de julio de 1580, Felipe II envió a don Manuel de Castelo Branco a Ceuta y Arcila para proclamar a sus habitantes que se declaraba legítimo rey de Portugal, y el 18 de agosto de 1580 ambas ciudades lo reconocieron como tal. Con ello Ceuta agradecía la ayuda prestada por este monarca cuando aún no era rey de Portugal. Tánger y Mazagán permanecieron, sin embargo, fieles a don Antonio, que en aquellas fechas aún disputaba el trono de Portugal a Felipe II. El 17 de agosto de 1580, Felipe II escribió al duque de Medina-Sidonia desde Badajoz, encargándole que pasara a Ceuta para tomar juramento de lealtad a su persona a las autoridades y al vecindario de la plaza. El duque delegaría este encargo en el corregidor de Gibraltar Antonio Felices de Ureta, quien se presentó en Ceuta para celebrar el día 7 de septiembre la solemne ceremonia de adhesión. En esta fecha era capitán don Leonis Pereira.
Felipe II de Austria, o Habsburgo, llamado el Prudente. Rey de España y las Indias, Portugal, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Inglaterra e Irlanda, duque de Milán y de Borgoña y soberano de los Países Bajos. Retrato de Jonas Suyderhof. Ayuntamiento de Madrid, Museo de Historia.
La ceremonia comenzó la misma mañana del día 7 con un discurso del corregidor. A continuación todos juraron recibir a Felipe II como rey y señor natural, prometiendo guardarle lealtad y fidelidad. La celebración continuó después en la iglesia de la Santísima Trinidad, donde estaba el pendón y el estandarte real que fue sacado a la plaza. Allí se pronunciaron las palabras de aclamación por don Leonis Pereira: “Real, real por el rey católico don Felipe de Portugal nuestro señor”, a lo cual los presentes respondieron: “Goze estos reinos y ciudades por muchos años con muchas victorias contra los infieles”. La artillería disparó, siendo después llevado el estandarte a la ciudad, para regresar de nuevo a la puerta de la iglesia, donde aguardaba el obispo don Manuel de Seabra y todo el cabildo, quienes juraron fidelidad a Felipe II y celebraron solemne ceremonia religiosa. Posteriormente el capitán entregó en las puertas del Campo las llaves de la ciudad al corregidor de Gibraltar. Los oficios de gobernador y justicia fueron confirmados a los que ya lo poseían y todos prometieron fidelidad al monarca. Al día siguiente, 8 de septiembre, se reunieron de nuevo los oficiales, hidalgos, caballeros y gente de infantería a fin de recibir el estandarte real en la capilla mayor de la iglesia de la Santísima Trinidad. Se celebró misa solemne, hubo sermón y se recorrió después la ciudad con el estandarte, que fue depositado en el sitio más visible de la plaza (Mendes Drumond y Drumond Braga, 1998, pág. 42). El corregidor de Gibraltar escribía el 12 de septiembre a Felipe II: “Tomé pacíficamente la posesión de esta ciudad”.
Fue una ceremonia completa, en la que se implicó, conscientemente, a todos los estamentos: civil, militar y eclesiástico. Nadie, pues, puso reparo alguno a esta adhesión. La diligencia mostrada por Felipe II en socorrer y asegurar la ciudad, en especial en los momentos difíciles después de la derrota de Alcazarquivir, propiciaron la aceptación de los ceutíes a la causa felipista. Mientras tanto, el fallecimiento del cardenal infante don Enrique el 31 de enero de 1580 había abierto en el vecino país el pleito sucesorio. La disputa se concretaría en un principio entre doña Catalina, duquesa de Braganza, y Felipe II, pero pronto entraría en liza otro pretendiente portugués, don Antonio, prior de Crato, que se hallaba cautivo en Marruecos pero cuyo rescate fue pagado por su amigo el duque de Medina-Sidonia. La duquesa de Braganza dejaría el campo libre posiblemente al ser sobornada por agentes de Felipe II, y la cuestión se dirimió entre don Antonio y el monarca español.
Moneda resellada con un azor por don Antonio prior de Crato. Hace referencia a las islas Azores, donde se refugió por algún tiempo tras ser derrotado por Felipe II. Museo de Ceuta. Fotografía: José Manuel Hita Ruiz.
Cegamiento de la entrada del río Martín por la flota comandada por don Álvaro de Bazán en 1565 para dificultar el refugio de los corsarios que hostigaban las aguas del estrecho de Gibraltar. Palacio de El Viso del Marqués. Reproducción: José Luis Gómez Barceló.
Escudos de Carlos II y del gobernador Francisco del Castillo y Fajardo, marqués de Villadarias, en la plaza de Armas de las Murallas Reales de Ceuta. Fotografía: José Manuel Hita Ruiz.
Tras una breve campaña en Portugal, protagonizada por la armada española al mando de don Álvaro de Bazán y el ejército del duque de Alba contra los partidarios de don Antonio, las Cortes portuguesas reunidas en Tomar decidieron en abril de 1581 jurar fidelidad a Felipe II como rey, conocido en Portugal como Felipe I, haciendo su entrada en Lisboa el 27 de julio del mismo año.
Tal y como veremos más tarde, la inclusión de Ceuta en los dominios de los Austrias no supuso para la ciudad grandes cambios, pues continuó rigiéndose por las leyes portuguesas, ya que el soberano acordó con las Cortes de Portugal respetar sus leyes, su administración y su economía:
[…] Observando en tuto o costume y ceremonias usadas pello Reis destes Reinos seus predecesores, cujo descendente y legitimo sucesor he, fazendo neste acto de seu solene alevantamento y posse pacifica deste seus Reinos, em presenta de todos os tres estados delles o solne juramento de manter os naturaes destes Reinos seus vasallos em paz y justicia, y de guardar os Privilegios, foros, libertades, usos y costumes delles na forma que os Reis deste reino sesus antecesores usaron y observaron, recebendo de vos em nomen de todos seus Reinos o cosumado juramento da fidelidade y obediencia debida. (AGS. Patronato Real. Tratado con Portugal, caja 50 doc. 112)
Una vez en manos de Felipe II los enclaves portugueses en el norte de África, el monarca tuvo que conjugar sus intereses en esta zona con los ingleses, así como con el expansionismo de los turcos que, tras la derrota de Lepanto (1671), habían logrado recomponer su armada, firmar la paz con Venecia y reconquistar Túnez y la Goleta. A pesar de todo, Lepanto significó el fin de la euforia otomana y la suspensión de sus planes de expansión de gran alcance, aunque quedaba como mal endémico las razias berberiscas contra las costas españolas con sus secuelas de saqueos y cautiverios. (Cortes Peña, 2004, pág. 18).
Ante este panorama, a España le va a interesar mantener, al menos, la posesión de los territorios portugueses consolidados en el norte de África –Arcila, Tánger y Mazagán–, además de Ceuta, tanto por motivos de prestigio como de seguridad y comercio frente a los ataques berberiscos. Esto se aprecia en el día a día de la gestión de Felipe II como rey de Portugal y en su preocupación porque Ceuta se mantuviera en perfecto estado de defensa. El 11 de enero de 1581 escribía desde Elvas al duque de Medina-Sidonia felicitándole por el cuidado y diligencia que había puesto en el socorro y aprovisionamiento de la plaza. La predilección del monarca por Ceuta, como pieza esencial para el mantenimiento del statu quo en la zona, así como su agradecimiento por la predisposición de su vecindario siempre favorable a su persona, se advierte en cartas como la enviada el 3 de septiembre de 1581 desde Lisboa también al duque de Medina-Sidonia, ordenándole que en cualquier circunstancia Ceuta debía de gozar de prioridad en cuanto a asegurar su defensa y socorro. Al mismo tiempo le notificaba haber recibido una carta de la propia ciudad informándole del envío de los restos rescatados del rey don Sebastián a Lisboa. El 31 de enero de 1583, también desde Lisboa, el monarca agradecerá al duque de Medinaceli su interés en socorrer las plazas de África y en particular Ceuta.
Pero la prueba más fehaciente del interés del monarca por Ceuta fue el envío del visitador Jorge Seco, en 1585, con el fin de que inspeccionara todos los aspectos, tanto civiles como militares, de Ceuta y con ello proceder a una mejor defensa. La descripción que hace el doctor Jorge Seco de las defensas de la ciudad en esta visita muestra una situación ciertamente precaria de la Ceuta pre española (Carmona, 1996, pág. 97). Su almacén de armas de artillería y municiones se encontraba “muy desbaratado” y en completo desorden, los arcabuces llenos de herrumbre así como las picas y las lanzas e “tudo entanta desorden e tan mal tratado que nao parecia casa de almasen” (Esaguy, 1939). Pero si el armamento no garantizaba poder repeler de forma eficaz los ataques enemigos, las condiciones de sus murallas hacían de ellas un elemento poco útil en la defensa de la ciudad. A raíz de esta visita algo se hizo, pues las fortificaciones fueron mejoradas y se abasteció de todo lo necesario. Los trabajos de fortificación fueron acometidos por el maestro de obras Bartolomé Gonzalbes, auxiliado por Francisco Soares y Antonio Ruiz, entre otros.
A pesar de todo, el acoso a Ceuta no terminó, sucediéndose los ataques esporádicos que hacían que viviera en continuo sobresalto. El más importante fue el del 9 de diciembre de 1588, cuando una columna mandada por el experimentado militar Diego Mexia fue sorprendida cuando forrajeaba fuera de las murallas. Perecieron en la emboscada 45 soldados y quedaron prisioneros 200, casi la mitad de la menguada guarnición de Ceuta. Otro revés sufrido por los soldados portugueses en breve espacio de tiempo llevó a Felipe II a ordenar reforzar el ejército ceutí con un tercio de infantería castellana, confiada al maestre de campo Mendo Rodríguez de Ledesma. Poco después visitaba Ceuta el príncipe Manuel Filberto de Saboya, quien recomendó reforzar urgentemente la guarnición. Para ello se destacó otro contingente de tropas, mandado por el capitán Bernardino de Soto, hasta completar cinco compañías.
Ante esta situación no sorprende que se debatiera en el Consejo el 3 de agosto de 1589 una “reforma” de esos enclaves norteafricanos. Previamente en una consulta del 12 de mayo de ese mismo año, el Consejo se había inclinado por la integración de Ceuta en la corona de Castilla, ya que dependía por entero de este reino para su subsistencia y socorro. La tesis venía avalada por un informe del capitán Gutiérrez de Argüelles, en el que sugería que se abandonara Tánger y Arcila y que todos sus pertrechos pasasen a Ceuta. Felipe II vetaría este proyecto, tanto por sentirse contrario al abandono de ambas plazas, como por el desacuerdo que Portugal hubiera mostrado por tales medidas. Por otro lado, las relaciones internacionales en esta zona exigían un trato exquisito y la necesidad de una negociación con Almasur, el vencedor de Alcazarquivir, ya que, de no ser así, se corría el riesgo de que el sultán llegase a un acuerdo con Inglaterra, país muy interesado en controlar esa parte del Mediterráneo.
En este plano de 1643, cuya copia se conserva en el Archivo General de Ceuta, puede observarse el urbanismo de Ceuta en el inicio de su etapa española, con la población aún concentrada entre los muros de la ciudad, la Almina y el Hacho prácticamente despoblados y algunas de las primitivas defensas del Campo Exterior.
La postrimería del reinado de Felipe II se va a caracterizar por la continuidad en la defensa atenuada de las plazas lusitanas, no exenta de sobresaltos. En 1593 y 1594 los magrebíes concentraron sus ataques contra Ceuta, que se salvó gracias a la abnegada actuación de sus habitantes y a la ayuda recibida desde Málaga. En 1597, meses antes de su muerte, Felipe II dirigía a don Pedro de Toledo una carta recordándole lo fundamental que era para los intereses generales de la monarquía ayudar a Ceuta, y a los otros enclaves africanos, para mantenerla en buen estado de defensa (Vilar y Vilar, 2002, pág. 71).
Ceuta bajo los Austrias menores (1598-1700)
Durante este periodo, Ceuta va a vivir uno de los episodios más trascendentales de su historia. En 1640 se produce la sublevación de Portugal a favor de Juan IV de la familia Braganza y Ceuta decide permanecer fiel a la corona de los Austrias. Esto nos obliga a diferenciar en este apartado dos etapas de la historia de nuestra ciudad. Desde 1598 hasta 1640 continúa bajo la administración portuguesa y desde 1640 hasta el final del siglo pasará a ser de plena administración castellana, sobre todo después del Tratado de Lisboa de 1668.
Ceuta hasta la sublevación de Portugal de 1640 Desde 1598 hasta 1640
Ceuta se va a ver amenazada por dos peligros: los esporádicos ataques de los magrebíes y las incursiones de la armada inglesa en la zona. Vamos a ver cada uno de estos problemas por separado.
En cuanto al peligro musulmán, a comienzos del siglo XVII España realiza una política africana renovada que se materializaría en el intento de Felipe III de conquistar Argel. Pero al final todo quedó como estaba y la lucha se concentró en combatir al corso, problema agudizado con la expulsión de los moriscos, algunos de los cuales se inscribieron en las armadas corsarias cuyo centro se estableció ahora en la república independiente de Rabat-Salé.
Los enclaves norteafricanos continuaron con los mismos problemas que hasta entonces, manteniéndose la precariedad de su defensa. A pesar de todo, Ceuta se conservó gracias a la tenacidad de sus moradores y a las actuaciones diplomáticas tanto en el ámbito de la corte española y magrebí, como de los gobernadores locales de Ceuta y Tetuán. Esto último se hacía necesario porque en esa ciudad marroquí y en sus alrededores, familias autóctonas, como la de los Nicasies, llevaban prácticamente una vida independiente de los sultanes. Esta independencia se acrecentó tras la muerte en 1603 del sultán Abul Abbas Malek el Dahadi, fecha en la que se reprodujeron las guerras internas de la monarquía marroquí. Algunos de los contendientes pidieron ayuda a Felipe III, que combinando diplomacia y fuerza pudo ampliar la presencia española mediante la toma de Larache en 1610 y la Mamora en 1614.
Pero nuestra ciudad seguía siendo un lugar en el que las condiciones de vida eran difíciles. Era muy arriesgado salir de sus murallas, aun en épocas en las que no se apreciaban especialmente problemas con los pueblos fronterizos. Así, durante el gobierno de don Luis de Alencastro (1625-1627), se efectuó una salida encabezada por el adalid Sebastián de Andrade Simois para cortar leña. La partida fue atacada por más de doscientos moros a caballo que ocasionaron unas treinta bajas, la mayor parte caballeros e hidalgos como el propio adalid y su hijo llamado Pedro Arráez Cabral, el juez Baltasar Vas Coello, Antonio Correa, etc.
La llegada al trono de Felipe IV y III de Portugal, en la primavera de 1621, no supuso cambio apreciable en el norte de África, y la máxima preocupación seguirá siendo el abastecimiento de Ceuta y los demás enclaves. Durante el gobierno de Jorge de Mendoza Pesaña, se recibió en Ceuta una real orden para que se utilizaran 4.000 reis de los derechos de aduana, para fundir la artillería existente que databa de la aportación realizada por Juan III en 1550. Otros 1.000 cruzados se utilizarían para reparar las murallas y la fundición de nueva artillería de diferentes modelos y calibres (Gómez Barceló, 1989, pág. 98). Pero la situación de la ciudad no mejoraba, pues en 1636 se produjo tanta escasez de víveres que el gobernador, Francisco Téllez de Meneses, se vio obligado a efectuar diversas salidas al Campo Exterior para realizar razias.
Las fricciones con los fronterizos continuaban con episodios cercanos a la leyenda o la aventura. Así podemos citar el robo que en 1639 llevaron a cabo unos magrebíes que desembarcaron en la Almina, que por aquel entonces permanecía despoblada, y se llevaron una imagen del crucificado de la ermita de la Vera Cruz. La historia de su rescate fue realmente rocambolesca.
El otro peligro, como hemos señalado, era la presencia de las potencias europeas en esta zona, especialmente de Inglaterra, en guerra con España desde el reinado de Felipe II. En 1602, fray Jerónimo Gracián, uno de los frailes dedicados a la evangelización en esas latitudes, afirmaba que “a esta fortaleza de Ceuta estuviesen prevenidos porque había rumores de venir armada inglesa […] y estén a la mira para ver si hay indicio que los moros de berbería querían ayudar a los ingleses”. Añade además “que los fuertes de Ceuta y Gibraltar están muy flacos de municiones, artillería, bastimentos, gente, salud y ánimo, y será bien acudirles siquiera con otro tanto como los ingleses les tomaron” (Cortes Peña, 2004, pág. 20).
Pero la situación no derivó más que en una alarma limitada, ya que por el momento la fuerza militar británica era aún débil y sólo a través del corso podían actuar con cierto éxito. Esto llevaría a la firma de la Paz de Londres en 1604. A partir de entonces la política pacifista de Felipe III hizo que esta zona quedara por el momento libre de tensiones entre potencias europeas.
Moneda de Felipe III de 1605 con resello de 1641.
Museo de Ceuta.
Fotografía: José Manuel Hita Ruiz.
Pero tras el inicio en 1618 de la Guerra de los Treinta Años, se producen de nuevo esporádicos episodios de alarma en estas aguas. Felipe IV deseaba estrechar las relaciones diplomáticas con Inglaterra para contrarrestar los múltiples frentes que la guerra contra los protestantes y contra Francia le exigía atender. Pero los intentos de acuerdo, entre los que se incluía el enlace de su hermana, la infanta María, con Carlos, príncipe de Gales, fracasaron. A partir de 1620 la presencia de la armada inglesa en el Estrecho es un hecho, mientras que España se veía obligada a mantener una actitud cauta con los británicos a causa de su enfrentamiento con Francia (Sánchez Belén, 1988, pág. 32). Se llegó incluso a sospechar que los británicos trataban de atacar Ceuta y Gibraltar, por lo que se enviaron tropas desde Andalucía y Portugal. La llamada de atención del duque de Medina-Sidonia sobre este peligro hizo que se restableciera la milicia en los lugares que distaban más de treinta leguas de la costa, suprimida desde 1618. A tenor de esta modificación reglamentaria, el duque de Medina-Sidonia realizó en 1625 levas en Sevilla, Antequera, Ronda, Úbeda y Baeza, para enviar tropas a la zona. El marqués de Priego, el duque de Sessa y el de Segorbe también organizaron unidades militares en sus dominios para enviarlas al Estrecho. Así mismo, desde Lisboa salieron dos compañías portuguesas al mando de los capitanes Antonio Frois de Andrade y Juan Cabral (Posac, 1993, págs. 238 239). Pero la armada inglesa, compuesta por 80 navíos, dejó de amenazar a Ceuta y a Gibraltar y se dirigió a Cádiz.
Restablecida la tranquilidad, salieron de Ceuta las fuerzas que acudieron en su ayuda, algunas de las cuales se dirigieron a socorrer la plaza de la Mamora, atacada por las tropas de Al-Ayaxi. La acompañaron algunos miembros de la guarnición ceutí. No serían los últimos soldados ceutíes que salieran de la ciudad para defender posesiones portuguesas. En 1630 lo harían también para defender Brasil de los ataques de los holandeses, y en febrero del año siguiente para hacer lo mismo con Larache, que se encontraba en situación desesperada al haber perdido gran parte de su guarnición en un encuentro con los marroquíes.
La complicada política exterior de los Austrias les había llevado a la guerra contra Francia, que declaró el cardenal Richelieu el 6 de junio de 1635. Este nuevo frente abierto dentro del complejo bélico de la Guerra de los Treinta Años produjo las incursiones de navíos franceses a comienzos de 1637 por las cercanías del Estrecho. Al parecer su objetivo era Sanlúcar de Barrameda, y tenían como ayuda a varios miles de soldados facilitados por el sultán de Marruecos. La supuesta alianza entre magrebíes y franceses provocó el temor de que las plazas norteafricanas fueran atacadas. Pero estos informes quedaron desmentidos cuando la flota francesa se dirigió a la isla de Cerdeña.
Pero en la primavera de 1638 volvieron a producirse noticias de posibles incursiones navales francesas en connivencias con corsarios turcos contra el Algarbe, Andalucía, Tánger y Ceuta. La corte ordenó a Enrique Correa da Silva, gobernador y capitán mayor del Algarbe, que enviase refuerzos a Ceuta y Tánger. No fue posible conseguir la leva del número de hombres necesarios, por lo que se acudió a maleantes y presidiarios, a los que se les excarceló para tal fin. Finalmente se obtuvo un contingente de 42 hombres que el 13 de junio del año 1639 saldría hacia el norte de África.
Este refuerzo era totalmente ineficaz, tanto por su número como por el escaso valor militar de sus miembros, y la guarnición de Ceuta seguía mostrando graves deficiencias. Pero la situación se agravaría aún más cuando Felipe IV dio orden de enviar 300 soldados de Ceuta a Cádiz, para desde allí partir a reforzar el frente vasco protagonista de la guerra contra Francia. Si se producía esta salida de soldados, la guarnición local quedaría tan mermada que se corría peligro de una total derrota ante una posible flota francesa. La orden sin duda estaba inspirada por el conde duque de Olivares, valido de Felipe IV, que se había empeñado en que todos los reinos que constituían la corona de los Austrias contribuyeran en alguna medida en la lucha contra los franceses, desoyendo sus fueros y privilegios y, en el caso de Portugal, los acuerdos a los que había llegado con Felipe II. Ya en 1632 se habían oído algunas quejas de los portugueses por el empleo de soldados de esa nacionalidad en los conflictos de los Austrias ajenos a los intereses del reino de Portugal.
Ante la situación en la que se quedaba la guarnición, su gobernador Almeida presentó diversas solicitudes a la corte en las que pedía que se revocase la orden, pero el conde duque se mantuvo en su decisión. Posiblemente la población portuguesa viera en aquella medida una maniobra de los Austrias para disminuir la presencia lusa en la ciudad y aumentar la castellana, pues poco tiempo después se enviaría una compañía de soldados castellanos con los que rehacer la guarnición ceutí.
Lo cierto es que pocas horas antes de que embarcaran los soldados rumbo a Cádiz estalló un motín en la ciudad, cuyos cabecillas fueron, entre otros, Antonio Teixeira, Sebastián Dacosta, Pedro Colaço y Francisco Dias. Al parecer, actuaron como cómplices de los revoltosos el canónigo Vas Serrado y el maestro de capilla Francisco Barbosa. La reacción de las autoridades locales no se hizo esperar, y después de un intento de diálogo con los rebeldes procedieron a su detención. Los sacerdotes fueron puestos bajo la jurisdicción de la Iglesia, mientras que los demás fueron detenidos y encerrados en la torre del Homenaje. La pronta reacción de las autoridades contra esas muestras de desobediencia a las órdenes de Felipe IV denota el deseo de algunos ceutíes de ser fieles a la monarquía gobernante. Desconocemos el resultado del juicio de los cabecillas del motín de 1638, quizá porque de alguna manera se decidiera acallar el asunto. Sólo sabemos que el canónigo Vas Serrado fue condenado a un año de extrañamiento en Tarifa que no llegaría a cumplir (Posac, 1993, pág. 258).
A pesar de ser este levantamiento una contestación portuguesa a los intentos armonizadores del conde duque de Olivares, éste no dudó en ordenar un nuevo traslado por mar hasta el puerto guipuzcoano de Pasajes de San Juan de un contingente de 1.200 hombres reclutados en Ceuta y en otras plazas norteafricanas. Ignoramos si estas fuerzas llegaron alguna vez a reclutarse y a unirse a la armada preparada contra Holanda, enemiga de España y Portugal.
No cabe duda de que entre la población portuguesa existía un claro descontento por la política uniformadora del conde duque de Olivares, y que este descontento cristalizaría en la rebelión portuguesa de 1640. Pero también es necesario hacer notar que en Ceuta existía una parte de la sociedad que no estaba dispuesta a desobedecer las órdenes que procedían de los Austrias. Dicho de otra manera, se puede hablar de un grupo defensor de la permanencia de la monarquía de los Austrias en Portugal que será el que se imponga a la hora de decidir si Ceuta debía sumarse o no a la rebelión del duque de Braganza.
Réplica del pendón real sobre el que se tomó juramento de fidelidad a Felipe IV. Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
La revolución de Portugal de 1640
El plan del conde duque de Olivares, conocido como Unión de Armas y consistente en que todos los reinos de la monarquía de los Austrias contribuyeran a las guerras que ésta tenía en Europa, provocó diversos movimientos revolucionarios. Uno de ellos fue en Portugal, donde la resistencia a dicho plan desembocó en una sublevación que provocó su independencia.
El descontento contra las exigencias tributarias y militares de Olivares, que pedía siempre más dinero y soldados para su política europea, había producido ya levantamientos en Oporto en 1628 y en Santarem al año siguiente. Por otro lado, la aristocracia y la burguesía se quejaban constantemente de las amenazas que sus posesiones ultramarinas venían padeciendo de los enemigos de España, en especial de Holanda, que había ocupado Olinda y Recife en Brasil. Lo único que Olivares se atrevió a hacer para paliar esta situación fue proponer el cambio de Pernambuco por Breda, pero la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, que obtenía enormes riquezas en esa zona, se negó a abandonar Brasil.
En estas condiciones no es extraño que Portugal pensara en la independencia. En ese sentido se produjeron varias conjuras nobiliarias en torno al duque de Braganza, descendiente de uno de los que habían disputado el trono a Felipe II en 1580. El valido de Felipe IV intentó en varias ocasiones alejar al duque de Braganza de Portugal, ofreciéndole cargos importantes en diversas cortes europeas, pero éste siempre se negó a ello.
Finalmente, aprovechando la revolución que también se había producido en Cataluña y que atraía a la mayor parte de las fuerzas militares de Castilla, los portugueses se levantaron en armas a favor del duque de Braganza al que proclamaron rey de Portugal. Los tres estamentos de las Cortes portuguesas lo reconocieron como legítimo soberano con el nombre de Juan IV. Lo mismo hicieron todos los gobernadores de los territorios ultramarinos, con la sola excepción de Ceuta (Pérez, 1984, pág. 237), aunque Tánger no tomaría la decisión de sumarse a los rebeldes hasta 1643. En esta empresa emancipadora, Portugal recibiría ayuda de las potencias enemigas de España, Francia e Inglaterra. Esta última firmaría en 1642 con Portugal una alianza confirmada y ampliada en 1661.
Algunos miembros de la nobleza portuguesa-ceutí sufrieron graves penas por mantener su fidelidad a Felipe IV. Una parte de la familia Meneses, gobernadora-propietaria de Ceuta, fue pasada por las armas. En 1644 Felipe IV premió a doña María Correa Franca, viuda del maestre de campo, Melchor Correa, debido “[…] al modo conque se hubo en la ocasión del levantamiento de Portugal, en donde hallándose en Lisboa en el mismo día, después de haver sucedido, hechó por la Barra fuera a dos hijos suios con 200 soldados, los quales etregaron en la Coruña para la defensa, tomando mi voz, tratando de reducir mucha gente a mi servicio y ser por este resecto, presso dos veces, y ajusticiado, padeciendo muerte afrentosa, siendo la causa de ella, la fineza y su lealtad” (Archivo General de Simancas, AGS GM-5.559 Supl.)
La continuidad de Ceuta en la monarquía de los Austrias
Las noticias de la sublevación de Portugal llegaron a Ceuta en febrero de 1641. Gobernaba entonces la ciudad Francisco de Almeida, quien no optó en un principio ni por Juan IV ni por Felipe III y prefirió guardar silencio de los sucesos para ganar tiempo en espera de acontecimientos. Conociendo a la nobleza local, el gobernador –astutamente– no difundió la noticia de la rebelión, para no tener que tomar partido; se reunieron, pues, sus miembros en secreto y juraron obediencia a Felipe III, Felipe IV de España. Esos nobles enviaron al licenciado y presbítero Simao Lobo Barbosa a presencia del rey Felipe IV, con las noticias de lo acaecido en la ciudad. Enterado el rey de la actitud del gobernador local, decidió nombrar a Juan Fernández de Córdoba, marqués de Anta, como nuevo gobernador de Ceuta.
Juan IV procuró que Ceuta lo reconociese como su nuevo rey. El 31 de enero de 1641 dos caballeros procedentes de Lisboa fueron apresados por los españoles en Gibraltar cuando se dirigían a Ceuta portando cartas del monarca portugués. En su intento por controlar la ciudad, Juan IV nombró gobernador a Juan de Meneses, primer conde de Tarouca, pero éste decidió permanecer a las órdenes del rey de Castilla y huyó a España, en compañía de Juan Soares de Alarco, tercer conde de Torres Vedras, que debía ocupar el mismo cargo en Tánger. El rechazo a Juan IV se manifestó también en las noticias llevadas a Lisboa por un buque de Hamburgo que había sido fletado con destino a Ceuta y Tánger para abastecerlas de trigo, municiones y dinero. Según su tripulación, habían sido recibidos en Ceuta con fuego de su artillería, porque según les dijeron no querían nada de Portugal, ya que “Ceuta y Tánger están por los castellanos y que cuando les oyeron de parte del rey don Juan les han disparado” (Mendes Drumond y Drumond Braga, 1998, pág. 46).
Pero el nuevo rey de Portugal no cesó en su intento de captar a toda costa la simpatía de los ceutíes, pues en diciembre de 1646 volvió a ser interceptado un navío en las aguas del Estrecho cargado con alimentos enviados por Juan IV a Ceuta. Esta forma tenaz de nuestra ciudad de mantener su decisión a favor de los Austrias fue premiada por Felipe IV, rey de España, al concederle el 20 de febrero de 1641 el título de “noble y leal ciudad”.
Hay que insistir en un aspecto. No hubo ningún tipo de plebiscito en Ceuta que expresara la decisión de su población de permanecer fiel a la familia de los Austrias. Se trató de una medida tomada por la élite dominante, formada en su mayoría por portugueses aunque algunos nacidos ya en Ceuta. Lo hicieron a favor de Felipe III (Felipe IV de Castilla), al que los ceutíes consideraban rey legítimo de Portugal, como ya demostraron en la represión de la sublevación de 1638, mientras que estimaban que Juan IV era un usurpador. Si realizamos un somero análisis de la estructura demográfica de Ceuta en estas fechas, podemos observar que los españoles se reducían a grupos de soldados de bajo nivel de vida y sujetos a una escasa soldada (Carmona, 1996, pág. 97). Su importancia política sería, pues, nula. Por consiguiente, quienes tomaron esta decisión de permanecer fieles a la corona de los Austrias fueron los portugueses. La cuestión es averiguar por qué lo hicieron.
Varias son las hipótesis que se barajan. Isabel y Paulo Drumond Braga consideran que el aplastamiento de los cabecillas de la rebelión de 1638 contra el envío de tropas ceutíes ordenado por Felipe IV, impidió que aquéllos que podían haber protagonizado la adhesión a Juan IV pudieran hacerlo. Esta hipótesis encierra en sí misma el caso contrario, pues si la aceptamos como idónea podemos determinar también la existencia de otros portugueses en Ceuta decididos a seguir a los Austrias. Éstos serían aquéllos que protagonizaron la obediencia debida al rey atajando la rebelión, a pesar de que la intervención de tropas portuguesas en los asuntos de los Austrias contraviniera los acuerdos de 1581.
Otra explicación puede estar en la proximidad de Ceuta al sur de España, lo que motivaría la reflexión de los ceutíes de que su rebelión contra Felipe IV podía ser aplastada con facilidad. Sin embargo, podemos pensar que Tánger estaba en el mismo caso de proximidad geográfica que Ceuta y allí triunfaría la revolución, aunque dos años más tarde.
Otra hipótesis podría estar en el hecho de que Ceuta era abastecida en gran medida desde Andalucía, por lo que una rebelión contra los Austrias podía ser castigada fácilmente con un bloqueo comercial. Pero la cuestión puede ser también a la inversa: los portugueses de Ceuta no se sumaron a la rebelión porque se encontraban agradecidos a su rey por los constantes envíos de contingentes militares, material bélico y abastecimiento de alimentos y dinero desde Andalucía (Carmona, 1996, pág. 421). La propia monarquía hispánica tenía conciencia de ello, pues en 1646 se llegó a decir que el hambre por la que entonces pasaba Ceuta podía llevar a su población a adherirse a don Juan (Mendes Drumond y Drumond Braga 1998, pág. 49).
También podría ser que no se tratase simplemente de un caso de agradecimiento, sino más bien de una acertada observación de la situación. Desde hacía muchos años, Ceuta y su población habían estado siendo amparadas por Andalucía, y esta ventaja estratégica pudo tener su valor a la hora de que la ciudad tomara la decisión de ser fiel a Felipe IV. Sin duda comprenderían que Lisboa quedaba más lejos que Málaga o Tarifa. En 1652 el conde de Torres Vedras hacía un breve comentario de la situación: “Ceuta ya se habría sublevado si la gente del pueblo no estuviera tan unida con las conveniencias del comercio y correspondencia de Andalucía” (Valladares, 2004, pág. 328).
Oficial de los tercios de Felipe III.
Ilustración: José Montes Ramos.
Grabado de Ceuta, de Jan Peeters, 1664. Archivo General de Ceuta.
LOS ACONTECIMIENTOS POLÍTICOS EN CEUTA DESDE 1640 A 1700
La situación en el interior
Aunque, de hecho, Ceuta estuviera en la órbita castellana incluso antes de 1640, su formal integración en Castilla se hará esperar varias décadas, en concreto hasta 1668. Durante este tiempo hay autores que hablan de un pequeño Portugal leal a Felipe IV. Pero al mismo tiempo se fue produciendo un proceso de españolización de Ceuta, impulsado por los gobernadores pro españoles y por la propia corte de Madrid. En enero de 1641 los consejeros de Felipe IV le sugerían que sustituyese sin dilación a las tropas portuguesas por contingentes españoles. En 1643 el capitán general de Ceuta, el marqués de Miranda, pedía al rey la entrada de 500 hombres de armas procedentes de España, afirmando que “mi intención es siempre desvelarme en el mayor servicio de su Majestad y así he ido entablando con los de esta plaza por lo que veo que importa a su Real Serbicio el que entren castellanos en ella. Y que ellos lo pidan a su majestad como lo e conseguido y V.M. se abra serbido de ello por su carta” (Carmona, 1996, pág. 413).
No tardaron en llegar contingentes de soldados españoles. Con orden dada el 16 de octubre de 1643 entró en Ceuta Antonio Isazi, almirante general de la armada, con una compañía que Correa da Franca califica de numerosa. El 25 del mismo mes lo hacía el capitán Francisco Ruiz Estrada. El día 5 de noviembre llegaron de Málaga 75 soldados sueltos, que fueron puestos bajo el mando de Andrés de Asegura y Alaminos. El 22 de enero de 1644 llegaron también de Málaga 74 soldados sueltos, capitaneados por Gabriel Bastardo de Arroyo, y el 12 de diciembre del mismo año llegó a Ceuta el capitán Luis de Guzmán con sus oficiales y una compañía de 80 soldados despachados desde la bahía de Gibraltar. Tres de esas compañías engrosaron el Regimiento Fijo de Ceuta (Correa da Franca, 1999, pág. 120).
Pero los meses, y aún los primeros años, que siguieron a la adhesión de Ceuta a Felipe IV bajo el gobierno de Miranda resultaron bastante difíciles, tanto por lo reducido de la guarnición como por el hambre que se abatió sobre la localidad ante la escasez de alimentos y la dificultad de aprovisionamiento. Cuando a finales de 1643 llegó a Ceuta el maestre López de Acuña con apenas un centenar de hombres de refuerzo, reclamó de Madrid el urgente socorro de tan importante plaza si quería conservarse para España (Vilar y Vilar, 1998, pág. 81). El enviado de Felipe IV confirmaba también la persistencia de partidarios de Juan IV, en referencia a su obispo.
Escudo del gobernador don Sebastián González de Andía, marqués de Valparaíso, conservado en el Castillo de San Amaro, datado en 1694. Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
En efecto, la mayor reticencia a la españolización de Ceuta partió de la Iglesia. La separación de la Iglesia de Tánger de la de Ceuta, al pasarse aquella ciudad al bando de Juan IV, provocó tensiones entre los estamentos civiles y eclesiásticos. Se especulaba con la posibilidad de que desde la sede tangerina se intentara soliviantar a la Iglesia de Ceuta, pues en 1643 el gobernador, el marqués de Miranda, además de informar a la corte de las noticias de segregación de Tánger, pedía que salieran de Ceuta los frailes portugueses y que fueran sustituidos por castellanos. El mandatario llegó a decir que “y nunca es bien que esta semilla tan afecta a Portugal no esté en esta Plaza que tanto importa a la corona de V.M” (AGS GA Leg. 1.518).
El temor a la pérdida del patrimonio que poseían en el reino luso si se consolidaba la monarquía de los Braganza hacía que algunos miembros de la nobleza y de la Iglesia local continuaran mirando a Lisboa. Así, López de Acuña decía refiriéndose al obispo de Ceuta:
“[…] este prelado, aunque no haya cometido delito, es sujeto muy a propósito para cometer una rebelión, aficionado al duque de Braganza, y con su hacienda en Portugal, estando tan pobre al presente que no tiene el sustento necesario”. El reparto entre la población de 6.000 escudos desde España había aliviado, por el momento, las necesidades de la localidad, pero Acuña sugería la acuñación de moneda propia de Ceuta, algo de lo que trataremos en el apartado de la economía ceutí bajo los Austrias.
En 1644 la población de Ceuta es consciente de la evolución de los acontecimientos y comprende perfectamente que ser partidario de los Austrias implica ya, en esas fechas, una dependencia de España y no de Portugal. Por otro lado, de Lisboa había dejado de salir auxilio para Ceuta. Por ello, los caballeros ceutíes cuyas rentas dependían en un alto porcentaje de su pertenencia a las órdenes militares, comenzaron por pedir a Madrid ser tratados como castellanos, lo que les permitiría, a pesar de ser extranjeros, pertenecer a las órdenes militares castellanas y asegurar sus ingresos. Un ejemplo de estas concesiones lo tenemos en el caso de Pedro Brito Freyre, quien después del levantamiento de Portugal se pasó a Castilla y esto le permitirá más tarde conseguir la merced del hábito de la Orden de Calatrava (Aranda, 1993, pág. 32). Aunque estas peticiones eran de índole exclusivamente económica, su concesión por parte de Felipe IV conllevó un acercamiento de Ceuta a España. Durante el reinado de este monarca se concedieron a nuestra ciudad numerosos privilegios, época que debe ser denominada por los ceutíes como la de los “fueros” (Becerra, 2004, pág. 32). Todo ello con el fin de paliar en lo posible las dificultades en las que se encontraron los ceutíes como consecuencia del fin de las relaciones administrativas con Lisboa.
Pero a pesar de ello, y como dice Correa, “no obstante las corteses atenciones y bondad de nuestro governador”, en referencia al marqués de Miranda de Anta, se produjo cierto rechazo por parte de algunos miembros de la sociedad ceutí a un gobernador de origen castellano. Blas de Franca, su suegro Gerardo Méndez de Fonseca y su cuñado Sebastián Rodríguez de la Mota se quejaron al rey de abusos tolerados por el gobernador. El marqués de Miranda, sintiéndose ofendido, encarceló a los tres, enviando a Blas de Franca a Larache. Tras la protesta ante el rey del primo de Blas, el vizconde Lorenzo Correa, fueron los tres puestos en libertad, siendo Blas de Franca nombrado gobernador de Olivenza, aunque murió al poco tiempo. Como consecuencia de este asunto fue depuesto el marques de Miranda (Correa da Franca, 1999, pág. 243) y Felipe IV nombró a un gobernador de origen portugués, Luis de Alencastro, que, en octubre de 1644, estaba ejerciendo ya su cargo.
En mayo de 1646 sería nombrado otro gobernador de estirpe lusa pero afecto a Felipe IV, Juan Soares de Alarcón y Melo, primer marques de Trocifal y conde de Torres Vedras, quien ya había sido escogido el 3 de diciembre de 1640, pero tuvo que reintegrarse a Castilla por la sublevación lusa. Fue propuesto en 1643 como gobernador de Tánger, pero no ocupó tampoco este cargo al declararse, en aquel año, esa ciudad a favor de Juan IV. Su gobierno duraría hasta 1652, fecha en la que presentó su dimisión como capitán general por divergencias con el duque de Medinaceli. Hasta el gobernador Francisco Velasco y Tobar (1681), de origen sevillano, todos los antecesores fueron portugueses, aunque a partir de 1668 eran nobles lusitanos castellanizados (Torrecilla, 2004, pág. 376).
A pesar del sentimiento luso que aún impregnaba Ceuta, las circunstancias económicas y políticas obligaban a una integración en la corona de Castilla, y la ciudad no tardó en solicitarla del monarca español. El proceso comenzó con un Real Decreto de 29 de febrero de 1644, ratificado luego mediante las reales órdenes de 9 de marzo de 1652, 5 de noviembre de 1655 y 22 de febrero de 1656, y finalizaría con el acuerdo de las Cortes de 9 de marzo del mismo año. El 30 de abril de 1656 el rey Felipe IV concedió, de forma definitiva, naturaleza de sus reinos a la ciudad de Ceuta, confirmando todos sus fueros, privilegios y exenciones. A partir de entonces Ceuta será una ciudad más de Felipe IV, rey de España, y no de Felipe III, rey de Portugal. Esta anexión fue reconocida internacionalmente mediante el Tratado de Lisboa entre España y Portugal.
Felipe IV había intentado recuperar el trono de Portugal, pero sus múltiples frentes abiertos, tanto en el interior como en el exterior, lo hicieron imposible. Varias derrotas frente a los portugueses denotaban el cansancio de nuestras tropas y la decadencia de una monarquía que se había enfrentado a graves problemas durante más de un siglo. Luis de Haro fue derrotado en Elvas. Pero fue sobre todo la derrota en la batalla de Villaviciosa, en 1665, la que propiciaría la necesidad de una paz con Portugal.
El tratado fue firmado en Lisboa el 20 de febrero de 1668 entre el marqués del Carpio y los portugueses Nuño Alvaris Pereira y otros con poderes del rey de Portugal Alfonso VI. El segundo artículo es el que afecta a Ceuta:
[…] se acordó en Restituir a Portugal las plazas que durante la guerra ocuparon las armas del rey Católico y al rey Católico las que durante la guerra ocuparon las armas de Portugal, con todos sus términos, assi, y de la manera, y por los límites y confrontaciones que tenían ante de la guerra. […] Pero declaran que en esta Restitución de las Plazas no entra la Ciudad de Zeuta, que ha de quedar en poder del Rey Católico, por las razones que para ello se consideraron. Y se declara que las haciendas que se poseyeron con otro título que no sea el de la guerra, podrán disponer de ellas sus dueños libremente (Martín, 1989, pág. 79).
Según este tratado, Ceuta fue la única de las plazas que no iba a ser devuelta a Portugal, tal y como lo imponía la cláusula de devolución de las ciudades y villas tomadas al adversario durante la guerra de la Restauración portuguesa. La cuestión es que nuestra ciudad en ningún momento fue conquistada por España, como hemos visto, sino que su incorporación consistió primero en una decisión de no unirse a los rebeldes y después en un proceso de integración en Castilla meditado y aceptado como lo más ventajoso para sus habitantes.
Desde entonces, Ceuta fue española de derecho, aunque conservaba muchas de las costumbres portuguesas. Así, por ejemplo, los documentos continuaron siendo escritos en portugués y su uso cotidiano se extendería hasta finales del siglo XVII.
La política interior de la plaza fue regida por diferentes gobernadores. Algunos de ellos dejaron impronta de su buen hacer, otros pasaron por la ciudad sin pena ni gloria. Entre los primeros hay que destacar al marqués de Asentar, que gobernaría la ciudad desde 1664 hasta 1672. Durante su mandato se llevaron a cabo algunas razias en el Campo Exterior en busca de ganado y otros alimentos con los que paliar las dificultades alimenticias de los ceutíes. También consiguieron apresar algunos barcos de países enemigos, con los que podían abastecerse de ropas, alimentos y otras mercancías. No faltaron tampoco desgracias en estas salidas al exterior, así como la caída de un lienzo de muralla en la bahía sur, a causa de las lluvias, y que fue reparado en 1683, en la época del gobernador Antonio de Velasco.
Otros gobernadores mostraron, en cambio, su incapacidad para dirigir una ciudad sometida al continuo asedio de los vecinos. Así, por ejemplo, en la época de Diego de Portugal, marqués de Sauceda, se llevaron los marroquíes un cañón y una falúa, sin que nadie se percatara de ello. En el libro de Lucas Caro se hace escarnio de esta ineptitud al decir su autor con ironía que “todas estas cosas dan a entender con demasiada claridad lo buen soldado y la buena disposición de Don Diego de Portugal, que todo tenía menos la inteligencia; talento y valor que le corresponde a un Gobernador de una fortaleza que está en país enemigo” (Lucas Caro, 1989, pág. 108).
La política de España en el Estrecho y sus continuas disputas con ingleses y franceses también repercutieron en la vida interna de la ciudad. Durante el gobierno del conde de Torres Vedras (1672-1677), hubo acusaciones anónimas a la corte de que este gobernador permitía el comercio de vecinos de Cádiz con Tetuán, rompiendo de esa manera el bloqueo establecido por España. No es de extrañar que detrás de estas acusaciones existieran intereses políticos no desvelados hasta el momento. El Consejo de Estado dirimiría que constaba claramente que el conde no tuvo parte en tal comercio, sino que, al contrario, lo había denunciado como negativo para los intereses de la corona. Durante ese mismo gobierno, llegaron noticias a Madrid de que la guarnición de Ceuta no alcanzaba la mitad de lo establecido en las ordenanzas.
En 1678 tuvo que ser el obispo Antonio de Medina Chacón el que se encargara de la gobernación de la ciudad en interinidad hasta la llegada de un nuevo gobernador, Juan Arias de Bobadilla y Téllez, conde de Puñoenrostro.
Algunos gobernadores pasaron a la historia por sus reformas, como Bernardo Baraona (1689 1692), quien reorganizó la guarnición, reedificó la plaza y construyó una galeota de 22 bancos de remos. Durante su gobierno inició su funcionamiento la almadraba de la ciudad (Lucas Caro, 1989, pág. 109). También durante el mandato de este gobernador se hundieron, el día 18 de abril de 1692, dos barcos de los que componían una flota de 17 navíos franceses que participaban en la Guerra de los Nueve Años contra Inglaterra. Uno se hundió frente a los isleos de Santa Catalina y el otro lo hizo en los escollos del Sauciño. Como Francia era en estos años enemiga de España, todos los supervivientes pasaron a ser prisioneros del gobernador de Ceuta (Bravo y Bravo, 1998, pág. 306).
Durante el gobierno de su sucesor, Sebastián González de Andía, marqués de Valparaíso (1692-1695), se conformó el cerco de Muley Ismail. Habiendo caído enfermo, vino a ayudarle y sustituirle en 1695 Melchor de Avellaneda, marqués de Valdecañas, quien permaneció hasta 1698, fecha en la que llegó Francisco del Castillo Fajardo, marqués de Villadarías, a quien Galindo y Vera califa de “orgulloso, terco, valiente y mas despresado de la vida del soldado, que lo que exigía la humanidad del hombre y la providencia del general” (Galindo, 1993, pág. 288).
Ceuta en el ámbito de las relaciones internacionales españolas de 1640 a 1700
Las relaciones exteriores mantenían, en estas fechas, los mismos postulados que hemos visto con anterioridad al paso de Ceuta a la corona de Castilla. Las relaciones con las tribus vecinas fluctuaban entre el entendimiento y la hostilidad, todo según la oscilación de los acontecimientos en los territorios limítrofes. El marasmo político del sultanato de turno en Marruecos, las turbulencias tribales y la secesión de las provincias periféricas en las décadas que precedieron a la aparición de Muley Islamil, el sultán unificador, no supusieron, sin embargo, un respiro para la plaza. Por el contrario, la independencia con la que actuaban los príncipes cabileños provocaba continuos episodios bélicos contra Ceuta. La actitud de las autoridades ceutíes era unas veces de defensa ante los ataques del exterior; otras, de operaciones de sus tropas fuera de las murallas para destruir la infraestructura bélica de los fronterizos, y otras, la de entablar negociaciones de paz que en algunas ocasiones iban acompañadas de contrapartidas materiales por parte de los españoles.
Así, en 1641, el gobernador, el marqués de Miranda de Anta, firmó el llamado pacto o “Cortes”, por el que se regulaban las relaciones de nuestra ciudad con los fronterizos: la forma de hacer cautivos y su rescate, la recogida de cadáveres después de los enfrentamientos, los desplazamientos entre Ceuta y Tetuán con salvoconductos, caravanas comerciales o cáfila entre Ceuta y Tetuán, la seguridad de los judíos en ambas ciudades y “la posibilidad de que los ceutíes pudieran hacer correrías por los poblados de alrededor sin que estos acuerdos se consideren vulnerados” (Torrecilla, 2004, pág. 374).
Pero, a pesar de todo, los enfrentamientos continuaban. Una operación contra los fronterizos tuvo lugar el 16 de noviembre de 1645, durante el gobierno de Luis de Alencastro, en el curso de la cual se registraron 17 bajas entre las tropas ceutíes. Con el fin de prevenir los ataques, hubo algún intento de hacer avanzar las fortificaciones en el Campo Exterior o, en su lugar, de levantar otras de mayor entidad en el espacio ocupado. Pero la mayor parte de estas actuaciones fracasaron, siendo esas fortificaciones demolidas por los propios españoles, conocedores de la precariedad de las mismas, o por los fronterizos. En 1648 se tuvo noticias de un hecho de este tipo. Ocurrió en el fuerte que en la Talanquera, delante del Chafariz, quiso hacer el gobernador Juan Soares de Alarcón y Melo, primer marqués de Trocifal, quien lo guarneció con una compañía. Pero este lugar fue sorprendido por los enemigos el día 9 de septiembre de ese año, perdiendo la vida en su defensa 42 soldados y todos los oficiales salvo su capitán, que fue llevado cautivo y a quien respetaron la vida por ser familiar del gobernador para obtener un rescate de 30.000 pesos (Vilar y Vilar, 2002, pág. 87).
No debemos olvidar tampoco, entre los enemigos de nuestra ciudad, al corso mahometano, que en muchas ocasiones constreñía el comercio de Ceuta y al que se trataba de combatir por todos los medios. Como contrapartida y como forma de empresa a veces muy lucrativa, Ceuta también armaba algunos barcos en corso. Para la defensa contra el corso se utilizaba a veces el islote de Perejil desde donde los atalayas y escuchas podían divisar las naves corsarias. Una barquilla traía cada día las noticias que los exploradores habían visto. Un episodio en el que un bergantín armado en corso en Tetuán fue apresado por este método se produjo en 1646.
Las autoridades ceutíes decidieron que la mejor forma de defensa era la utilización de parapetos, trincheras, caminos cubiertos y minas, artificios que por el momento se mostraban más eficaces. Su existencia permitió que el gobernador Juan Fernández de Sotomayor y Lima, marqués de los Arcos y de Tenorio, rechazara el 10 de junio de 1655, con una escasa guarnición de apenas unos 500 hombres, el ataque de un contingente de unos 4.000 cabileños (aunque Correa da Franca habla de 9.000 soldados de infantería y 150 de caballería, y Lucas Caro eleva la cifra a 24.000), reunidos por el rais Ben-Bucar, que tras la muerte de su padre Mahamet Xeque quiso demostrar su poder en su reino atacando Ceuta. Otra ofensiva, organizada en 1658 por el bajá independiente de Tetuán, Muhammad-al-Naqsis, siendo aún gobernador el marqués de los Arcos, no obtuvo mejores resultados (Vilar y Vilar, 2002, pág. 87).
Vista de las costas meridionales del estrecho de Gibraltar, grabado anónimo del siglo XVII. Colección José Luis Gómez Barceló.
Pero la paz no siempre se conseguía mediante el enfrentamiento con los vecinos y su derrota, sino que en ocasiones era necesario comprarla. En 1662, durante el gobierno de Jerónimo de Noroña, conde de Castel Mendo, se obligó a algunos caballeros y comerciantes de la ciudad a pagar al citado Muhammad-al-Naqsis la cantidad de 3.852 pesos fuertes para que éste permitiera el comercio con Ceuta.
A partir de aquí, las relaciones de Ceuta con los vecinos se mezclan con la estrategia en la zona de las potencias europeas, en especial Portugal, Inglaterra y Francia, que van a utilizar el marasmo político del reino de Marruecos para intrigar a favor de una mayor presencia en el Mediterráneo occidental en detrimento de España.
Ceuta era una plaza cuyo papel en el ámbito del Estrecho era esencial para la defensa del litoral sur peninsular. Por eso, en esta época, va a formar parte de las contingencias diplomáticas de España en la zona. Su importancia se acredita en hechos como el ocurrido en 1645, en que se esboza la posibilidad de ocupar Tánger, sublevada en 1643 a favor de Juan IV de Portugal, partiendo de Ceuta. La cuestión se planteó al Consejo de Estado, pero ni este organismo consultivo ni el propio rey aceptaron tal plan. Éste es el primero de los diferentes intentos para retrotraer la situación en la ciudad de Tánger a la que existía antes de la independencia portuguesa.
En la primavera de 1656 se reanudaron las hostilidades entre Inglaterra y España. Los ingleses pretendieron ocupar la zona estratégica del Estrecho para, desde allí, amenazar la hegemonía política de España en el Mediterráneo occidental. Pero el fracaso, entre 1656 y 1658, de los sucesivos asaltos de la marina inglesa al litoral comprendido entre Ayamonte y Málaga, obligó a Cromwell a realizar una gran actividad diplomática en el norte de África. Entre otras acciones estaría la colaboración con los magrebíes para expulsar a los españoles de Ceuta, ofrecer cobertura naval a un ataque contra Orán a cambio de Mazalquivir y bloquear, además, en junio y julio de 1657, el puerto de la Mamola, aunque sin éxito. También se apuntan ciertos rumores de un posible ataque a Orán en 1658 junto a franceses y argelinos. Felipe IV respondió con un plan de actuación tendente a incrementar las dotaciones de soldados, artillería, municiones, etc., de los puertos mediterráneos; desbloquear Cádiz, e intentar la defensa de los navíos procedentes de América. Pero la realidad era otra y sólo las plazas de Ceuta, Cádiz y Gibraltar se encontraban suficientemente protegidas.
El objetivo británico de expulsar a España de Ceuta y Orán, mediante la presión ejercida en el Estrecho por su armada y la política negociadora del Lord Protector con los reinos del Magreb, dio un paso importante cuando Portugal cedió Tánger a Carlos II de Inglaterra, en 1661, como dote de la infanta Catalina y ante la imposibilidad de mantener la ciudad. La presencia británica en Tánger aumentó el peligro para España, pues esta ciudad se convirtió en refugio de contrabandistas y en lugar idóneo para que los ingleses lanzaran una ofensiva contra Andalucía y contra Ceuta. Por ello, el Consejo de Estado se aprestó a revisar las fortificaciones, en especial las de Ceuta, Tarifa y Gibraltar, dotándolas de pertrechos, municiones y dotación.
El desembarco de los ingleses en Tánger coincidió con graves perturbaciones políticas en Marruecos, en las postrimerías de la dinastía de los sherifes hassamíes o saadíes. Todo el Garb y la región de Tetuán se declararon independientes, dominando en ellas el rais el Jadir Sidi Abd-Allah Gailán, que era sostenido por la familia de los nicassíes y cuya residencia estaba en Arcila.
España intentó acabar con la amenaza inglesa en Tánger mediante la recuperación de esta ciudad. Se pretendían dos líneas de actuación: una en el interior de Tánger donde se difundirían pasquines sediciosos con el fin de provocar tumultos contra Inglaterra; otra, la de suministrar material bélico al duque de Arcos, gobernador de Ceuta, para que efectuase un ataque por sorpresa con el apoyo naval procedente de la Península y con el terrestre de Gailán, con el que se estaba en negociaciones. El Consejo de Guerra advertía también del peligro de que Gailán aumentara su poder en la zona y pudiera atacar Ceuta.
Estos planes fracasaron por la debilidad manifiesta de nuestra marina y la actitud ambigua de Gailán, que no llegó a tomar Tánger, pese a habérsela prometido a España. Pero Madrid continuaba necesitando su ayuda para evitar que fuera Inglaterra la que pactase con el caudillo magrebí. Por eso en mayo de 1661 se desestima una propuesta de Ben Bucar, enemigo de Gailán, de entregar a España la alcazaba de Salé donde lo tenía sitiado. En agosto de 1661, Gailán prometió de nuevo a los españoles auxiliarles en la conquista de Tánger, pero todo quedó reducido a una razia contra esa ciudad en la que perecieron 622 ingleses según informó el embajador español en Arcila, Bernandino de Mendoza.
Debido a la dificultad de sacar nada en claro de las negociaciones con Gailán, España decidió el bloqueo de Tánger. Durante el año 1661 se llevó a cabo de forma solapada, dándose instrucciones a los puertos andaluces de no surtir a las naves con destino a Tánger, y que para ello pretextaran que no había suficientes alimentos para las ciudades españolas o que temían la existencia de una falsa epidemia de peste en Tánger.
Finalmente, en los últimos meses de 1662, se reconoció abiertamente el bloqueo. Pero éste no fue muy efectivo porque Felipe IV no estaba dispuesto a una ruptura total con Inglaterra, debido a nuestra inferioridad naval. Se intentaba además, a toda costa, evitar el desplazamiento de la guerra desde los Países Bajos al Mediterráneo (Sánchez Belén, 1988, pág. 44).
Hacia 1663 los ingleses se habían consolidado ya en Tánger, lo que fue posible por la reanudación del tráfico comercial con la Península, que aportaba grandes beneficios a los españoles. Por otro lado, los diplomáticos ingleses defendían la integridad de esa plaza, prometiendo una paz estable con España, que nunca se llegó a firmar, para que nuestro país pospusiese un ajuste con Gailán y que éste terminase aviniéndose a una alianza con Inglaterra. Este acuerdo llegó a suscribirse por seis meses, pero no impidió a Gailán reiterar su apoyo a Felipe IV, realizando, como muestra de su buena voluntad, una emboscada contra el gobernador de Tánger,
El puerto de Tánger. Colección José Luis Gómez Barceló.
El conde de Tiviot, quien pereció en ella. Gailán deseaba sobre todo afianzar su autoridad sobre el territorio que le disputaba Ben Bucar, y para ello jugaba con los intereses de españoles e ingleses en la zona.
Las iniciativas tendentes a la conquista de Tánger quedaron de nuevo pospuestas ante la guerra contra Portugal que consumía todos los recursos disponibles y desaconsejaba un enfrentamiento directo contra Inglaterra. El Consejo de Guerra afirmaba en consulta del 27 y 28 de septiembre de 1663:
Sobre tratar la reintegración de Tánger con Gailán, pone en consideración que haciéndose por este medio no puede ser reservado, porque así como quiere ganar gracias con nosotros, rebelando los intentos de ingleses, hará lo mismo con ellos de los nuestros. Y […] si los ingleses tuviesen noticias de esta negociación, con tal pretexto podrían entrar en rotura y tratar de sorprender a Gibraltar y sitiar Ceuta, no difíciles de conseguir por el estado en que se hallan (Sánchez Belén, 1988, pág. 39).
No podía ser, pues, la situación más delicada para España en la zona. En 1666, Gailán cambió de nuevo de bando y atacó traicioneramente Larache que, sin embargo, resistió a pesar de su escasa guarnición. En ese mismo año, el gobernador de Tánger, Lord Belasyse, y Gailán firmaron un tratado definitivo en el que se estipulaba la ayuda del caudillo magrebí a la guarnición tangerina si era atacada por los franceses en guerra con Inglaterra y con España (Guerra de Devolución, 1667-1668). Pero la situación de Gailán era cada vez más precaria, pues el sultán Errashid logró sitiarlo en Arcila. Los ingleses le dieron asilo en Tánger y le facilitaron después la huida a Argel.
Mientras tanto, Inglaterra aumentaba su influencia en la zona, negociando la venta de armas a los musulmanes en 1669, firmando un acuerdo con Argel para la obtención de ventajas comerciales e incluso estableciendo factorías comerciales en Gibraltar y Tarifa. La indolencia del gobierno español fue tal que el proveedor general de Tánger llegó a instalarse en Tarifa para surtir a su ciudad de ganado y todo tipo de avituallamiento. Aunque con retraso, sería finalmente expulsado de la ciudad andaluza, pues era inconcebible una ayuda tan grande a los enemigos de España.
A la muerte del sultán Errashid, Gailán volvió al Garb y organizó un ejército que se enfrentó en 1673 al nuevo sultán Mulay Islamil en Alcazarseguer donde fue derrotado y muerto. Esta muerte supuso un duro golpe a las aspiraciones inglesas, ya que debían abandonar territorios ocupados alrededor de Tánger. En 1674 su dominio de esta zona empezó a estar ya comprometido.
La situación para España volvió a ser la misma que antes de Gailán. El sultán Ismail se unió a los piratas de Salé, Argel y Trípoli para asediar las plazas europeas. España, por su parte, continuaba recelando del aumento de la influencia inglesa en la zona, pero seguía evitando un enfrentamiento directo con los británicos que poseían una flota mejor preparada. Por otro lado, la política expansionista de Francia también obligaba a España a mantenerse cercana a Inglaterra y Holanda y a ponerse al lado de este país en su guerra con Francia (1672-1678), que acabó con la Paz de Nimega (septiembre de 1678) y la amputación de nuevos territorios españoles en los Países Bajos (Simón, 1999, pág. 83).
Sin embargo, los intentos por recuperar Tánger continuaron, aunque siempre procurando no enfurecer a Inglaterra. Así, se proyectó su conquista mediante el desembarco de tropas holandesas para aparentar que España quedaba al margen. Pero la paz angloholandesa de 1674 obligó a España a postergarla una vez más (Sánchez, 1988, pág. 42). En estas fechas todo parecía indicar que nuestro país había renunciado ya a esta conquista, sobre todo después de la toma de Alhucemas en septiembre de 1673, lugar que cumplía también la función de la vigilancia de las costas españolas. Ya no era necesaria la ocupación de Tánger. Además, la paz de Nimega había acabado con las últimas ilusiones hispanas por controlar en solitario el Estrecho.
España continuó, no obstante, combatiendo el contrabando que se hacía desde Tánger a los puertos españoles recurriendo a la vía diplomática. Pero las exigencias españolas cada vez eran más suaves, no sólo porque necesitaba la amistad de Inglaterra y Holanda frente a Francia, sino también porque en Marruecos estaba surgiendo la figura del sultán Ismail que comenzaba a dar muestras de querer expulsar a los europeos del norte de África. Desde la muerte de Gailán, Ismail había ordenado fuertes patrullas fronterizas que hostigaban a la guarnición de Ceuta e impedían que se forrajeara con la completa libertad con que se hacía antes. Durante el gobierno en Ceuta de Francisco Suárez de Alarcón, segundo conde de Torres Vedras, los nicassíes, expulsados por el sultán, tuvieron que refugiarse en Ceuta, y en 1673, según cuenta Correa, había en Los Castillejos 200 caballos y algunos soldados de infantería bajo el mando de Alí Teixar, por lo que la gente de Ceuta no podía pasar del arroyo de las Cañas. A ello se unía la sospechosa presencia de navíos de guerra portugueses en aguas cercanas a Ceuta, especulándose con la posibilidad de que intentaran recuperar la ciudad para su rey (AGS EP Leg. 2.629)
Ismail comenzó a acosar Tánger desde 1681 y las plazas de Alhucemas y la Mamora. Esta última cae en 1681, mientras que el peñón de la Gomera y Ceuta se mantenían firmes a pesar del bloqueo impuesto desde 1680. Aunque no se había llegado a una guerra abierta, eran los primeros síntomas de un futuro cerco de la ciudad (Gozalbes, 1998, pág. 293).
La muerte de Carlos II Estuardo y el coste enorme que había supuesto el mantenimiento de Tánger llevaron a su sucesor a demoler las fortificaciones y a abandonar esta ciudad. Se tuvo noticias de que el gobernador de Tetuán, Alí ben Abdalá, pensaba ocuparla, lo que perjudicaría a Ceuta, pues desde allí se impediría el paso de socorros a nuestra ciudad. Debido a esto, el Consejo de Guerra consideró que era necesario que España se adelantara a la ocupación de Tánger. Pero esto no se llevó a cabo y la situación de Ceuta se hizo más precaria aún. Además, el sultán Ismail estaba reorganizando el reino de Marruecos en alianza con Francia y en 1689 había mandado al gobernador de Tetuán sitiar Larache que, tras meses de asedio, fue tomada por los musulmanes.
Muley Ismail pertenecía a la familia alauita y su éxito se debió a la reorganización del ejército, con guarniciones negras que llegaron a los 15.000 soldados con los que ocupó todo Marruecos, repartiéndolos en una serie de alcazabas que iban desde el río Muluya hasta el Nun. Su enérgica actuación había logrado transformar Marruecos en una nación con la que era preciso contar en ciertos aspectos de la vida internacional, como mercado y como activo centro de piratería. Marruecos mantenía comercio con los Países Bajos y conservó la amistad de Inglaterra después de la evacuación de Tánger (Guastavino, 1969, pág. 3).
Inicios del cerco de Muley Ismail
después de ocupar también Tánger, había dejado las posesiones europeas en el norte de África reducidas a Ceuta, Melilla y los peñones de Vélez y Alhucemas. En 1692 hizo intención de atacar Ceuta para dominar el Estrecho, pero retrasó dos años la expedición a causa de su lucha contra los turcos en Argel y para atraerse a Francia, con la que ya había mantenido algunos contactos. En septiembre de 1694 mandó al caid Ali ben Abd Allah al Riffi que conquistase la plaza de Ceuta.
La guarnición ceutí estaba compuesta en esos momentos por entre 600 y 1.000 infantes, algo menos de 100 soldados de caballería, de 60 a 80 artilleros y unos 60 marinos. Hubo necesidad de armar a los habitantes útiles e incluso a unos 120 eclesiásticos, con los que se formó un cuerpo capitaneado por el canónigo Antonio Golbán. Mientras tanto iban llegando muy lentamente a Ceuta avituallamiento y tropas desde Gibraltar, y a ésta refluían desde nuestra plaza los elementos de población que por su edad o sexo más servirían de estorbo que de ayuda.
El cerco se concretaría en el mes de octubre de 1694 y consistió en un intenso bombardeo desde las alturas y en esporádicos enfrentamientos cuerpo a cuerpo cuando los ceutíes realizaban algunas salidas para impedir los trabajos de asedio que los sitiadores comenzaron a construir el 23 de octubre en el pozo del Chafariz. El 11 de noviembre se efectuó la primera salida para destruirlos y, aunque las tropas españolas lograron desalojar a los enemigos, una vez que regresaron a la ciudad, éstos volvieron a ocuparlos. Ese mismo día fue herido en un pie Cristóbal Camúñez, dignidad de tesorero de la santa iglesia catedral, y una bala de cañón arrancó una pierna a Antonio Piñero, clérigo de menores.
Libro del conocimiento de la tensa del azúcar (1581). Archivo General de Ceuta. Fondo Santa y Real Casa de Misericordia.
Unos días después comenzaron a llegar los primeros refuerzos a Ceuta. Fueron 20 compañías de infantería divididas en dos tropas de 10 cada una. Pero estas tropas no pasaban directamente a Ceuta debido a la escasez de lugares de alojamiento, sino que iban siendo acantonadas en Gibraltar donde esperarían para ser transportadas cuando lo ordenase el rey o lo pidiesen las necesidades de la plaza sitiada. El traslado era lento, pues se sabe que mes y medio después de salir de Zafra, una de las compañías provinciales extremeñas que se dirigía a Ceuta aún se hallaba a medio camino, llegando por fin en la primera quincena del mes de enero de 1695, aunque no en su integridad. También arribarían en estos primeros meses del asedio dos tercios de infantería portuguesa proporcionadas por Pedro II rey de Portugal, aunque no se sabía bien si este envío de tropas obedecía al afecto que aún profesaban los portugueses a Ceuta o al deseo de recobrarla alguna vez.
La naturaleza de los ejércitos europeos, plagados en este siglo de mercenarios, dibujaba en ocasiones situaciones extrañas, como la de que, a causa de la escasez de tropas existentes en la desorganizada España de Carlos II, este monarca se vio obligado, incluso, a aceptar como parte del ejercito defensor de Ceuta a 250 desertores del ejército francés que se habían pasado al de España después de la batalla de Namur durante la Guerra de los Nueve Años (1688-1697) (AGS E 4.143).
También eran escasas en estos momentos sus piezas de artillería. Para paliar este problema, en 1694, el gobernador, el marqués de Valparaíso, intentó rescatar del fondo del mar los cañones de los dos barcos franceses hundidos en las cercanías de Ceuta dos años antes. La insensibilidad de las autoridades por la delicada situación por la que pasaba la ciudad era tan grande que el almirante de Castilla ordenó el envío de las piezas a Sevilla en vez de su emplazamiento en los baluartes ceutíes tan necesitados de ellas. El gobernador se resistió a cumplir esta orden, aunque ignoramos cuál fue el destino definitivo de estas piezas ganadas al mar (Bravo y Bravo, 1998, pág. 311).
El 6 de mayo de 1695 se produjo un nuevo enfrentamiento que según las fuentes francesas produjo 3.000 muertos marroquíes y 600 españoles. Sin embargo las fuentes españolas reducen las cifras a guarismos más creíbles: 300 bajas entre los atacantes y 22 bajas de la guarnición española, aunque los libros de sepelio hablan de 144 muertes violentas en todo el año 1695. Después de esta escaramuza, el ejército sitiador se incrementó con 2.000 negros.
El 19 de junio de 1695 se produjo el bombardeo más intenso hasta entonces sobre la plaza, lo que obligó a la población a comenzar su desplazamiento hacia la Almina. El 30 de julio de ese año ocurrió un ataque por sorpresa sobre Ceuta, en el que los magrebíes se apoderaron de varios puntos de los baluartes de San Pedro y San Pablo y amenazaron seriamente la ciudad. Hubo necesidad de un contraataque para desalojarlos.
Mausoleo de Muley Ismail, en Meknés. Fotografía: José Luis Gómez Barceló.
Dibujo de A. Dornellas, basado en una imagen anónima, que representa el cerco de Muley Ismail, perteneciente al códice de Tomas Correia. Archivo General de Ceuta.
A las bajas causadas por los enemigos se unían también los que caían enfermos, algo muy corriente en esa época en todos los ejércitos en guerra. Según un documento del Archivo General de Simancas, en 1695 se contabilizaban ya más de 400 soldados enfermos. Los últimos años del siglo se consumen en Ceuta en un monótono bloqueo, sin más cambio que algunos cañonazos y algunas salidas de la guarnición (Galindo, 1993, pág. 297). La situación de inercia política en la que se encontraba la España del enfermizo Carlos II y la precariedad de su futuro, amenazado por una guerra de sucesión al trono, ya que por entonces era más que probable que el monarca muriera sin descendencia, paralizaron cualquier tipo de ayuda a nuestra ciudad, que resistió como pudo el cerco del alauita. Sólo podemos constatar el duro enfrentamiento que se produjo el 25 de julio de 1699 debido al empeño del entonces gobernador, marqués de Villadarias, de construir un medio bastión exterior con el nombre de Santiago. Los partidarios del gobernador cifraron el coste en bajas por este empeño en 300, mientras que sus detractores lo elevaron a 800 (Galindo, 1993, pág. 288). Los datos de los libros de sepelios de la parroquia del Sagrario reducen los fallecidos en todo el año de 1699 a 272. Hasta que no se solucionó el problema sucesorio, ya en el nuevo siglo, no se llevó a cabo una expedición en serio para proceder a levantar el cerco.
La administración de Ceuta bajo los Austrias
Las oscilaciones políticas por las que pasó Ceuta bajo los Austrias, representadas en la integración en sus dominios con Felipe II y en su paso definitivo a la administración española, no implicaron cambios violentos en el sistema jurídico y administrativo que la rigió desde 1581 hasta 1700. Esto fue posible porque los Austrias no trataron en ningún momento de unificar la legislación de sus reinos. Sólo hubo un aspecto unitario representado en la figura del rey, que era el mismo para todos los reinos (Martín, 1998, pág. 243), y una primacía ideológica de Castilla sobre los demás territorios, por ser éste el centro neurálgico desde el que se regía el enorme imperio de los Austrias. Cuando el conde duque de Olivares intentó esta unificación, se produjo, como hemos visto, una importante contestación que acabaría en la independencia de Portugal. Hasta la llegada de los Borbones y su política centralista en el siglo XVIII no hubo grandes cambios en la legislación local.
Por consiguiente, vamos a analizar la administración de Ceuta bajo los Austrias, no desde el punto de vista cronológico, sino diferenciando dos aspectos esenciales: la legislación y la administración.
La legislación
El reino de Portugal se rigió jurídicamente desde finales de la Edad Media hasta la llegada de Felipe II al trono mediante las Ordenaçoes Alfonsinas (1446) y Manuelinas (1514). Al subir al trono de Portugal Felipe II (Felipe I de Portugal), se aprobaron en 1595 las nuevas Ordenaçoes Filipinas, que, sin embargo, no entraron en vigor hasta 1603 durante el gobierno de Felipe III (Felipe II de Portugal). Eran en realidad una compilación de las Ordenaçoes Manuelinas, de las Extravagantes de Duarte Nuñes de Lio que se añadieron después de las primeras Ordenaçoes y de todas las leyes que se promulgaron después.
Las Ordenaçoes se aplicaron en Ceuta durante su pertenencia a Portugal como derecho común del reino. Tras el alzamiento de este país y la incorporación de Ceuta a Castilla, al respetarse sus fueros, leyes y costumbres, se admitió la vigencia del derecho luso en nuestra ciudad, por lo que las Ordenaçoes, en este caso las Filipinas, siguieron aplicándose. Cuando estalló la revolución contra España en 1640, Juan IV confirmó para Portugal toda la legislación filipina y en 1643 decretó la plena vigencia de éstas, aunque las Cortes habían solicitado que se hicieran nuevas Ordenaçoes para eliminar la legislación de los Austrias. Juan IV consideró, pues, como de pleno derecho portugués la legislación elaborada para ese reino por los Austrias. Ceuta aceptó después de 1640 esta legislación como derecho foral de la ciudad, a pesar de su ruptura con Portugal. Felipe IV (Felipe III de Portugal) no tuvo más remedio que permitirlo porque esta ciudad le permaneció fiel tras la sublevación portuguesa y no pudo esgrimir el derecho de conquista que hubiera permitido implantar una organización jurídica y administrativa plenamente castellana (Becerra, 2004, págs. 31-32).
Las legislaciones jurídicas que más tiempo pervivieron fueron las de derecho civil, que al ser de carácter privado escapaban más al control legislativo del Estado. Ello explica que el denominado Fuero de Baylío haya llegado a nuestros días. Su origen es portugués y se establece en las tres Ordenaçoes citadas. En lo que respecta a su existencia en las Ordenaçoes Filipinas de 1603, podemos definirlo como una institución consistente en la absoluta disposición por ambos cónyuges de sus bienes, tanto de los que aportan cada uno al matrimonio como de los adquiridos con posterioridad. En los territorios donde rige este Fuero de Baylío, como es Ceuta, es prioritario sobre el régimen matrimonial supletorio de gananciales (Becerra, 2004, pág. 37). Es algo a tener en cuenta cuando se quiera esgrimir la peculiaridad jurídica de nuestra ciudad.
Las instituciones administrativas
Felipe II no sólo juró mantener los fueros y leyes lusitanas cuando ocupó el trono de Portugal, sino también los cargos, que según los acuerdos serían ocupados por portugueses.
La figura principal de esa administración, con jurisdicción sobre el pueblo, fue la del capitán general, que se creó por primera vez fuera de Portugal durante el gobierno de Alfonso de Noroña. Según la provisión real de noviembre de 1602 los gobernadores no propietarios se instituirían como capitanes generales. El de Ceuta se tomó como modelo para establecer figuras análogas en otras colonias portuguesas. Reunía en sus manos el supremo mando político-militar y actuaba como máxima autoridad judicial y municipal. Este cargo pertenecía en propiedad desde la conquista de Ceuta por Portugal en 1415, como hemos visto, a la familia de los Meneses, pero cuando éstos no lo ocupaban se nombraban a otras personas en sustitución. Desde Felipe II se continuaron nombraron para ese cargo a portugueses. La cuestión que se plantea es la de cuál era la jurisdicción que los Austrias otorgaron a los gobernadores propietarios y sustitutos.
A través de las cartas de nombramiento otorgadas por el rey de Portugal a los capitanes gobernadores de Ceuta se aprecia que, durante el siglo XVII, la jurisdicción que se les otorgó por los Austrias a los que fueron nombrados en ausencia del titular propietario de la capitanía de Ceuta, fue la prevista en las Ordenaçoes. Por consiguiente, se les confería poder absoluto para imponer cualquier condena, aunque si era de muerte o mutilación debía conceder recurso al reino. La jurisdicción total, en la que se incluía la pena de muerte, quedó reservada al propietario. Tras el levantamiento de Portugal, se mantuvo el mismo régimen y la jurisdicción concedida a los capitanes generales fue la prevista en las Ordenaçoes Filipinas (Becerra, 2003, pág. 308).
En pocas ocasiones quedó la gobernación vacante. Cuando eso se produjo se acudía a soluciones de urgencia. Así, tras el fallecimiento de Antonio de Acosta Alburquerque en 1624, se formó un consejo constituido por 12 caballeros que fue llamado “el Gobernito”, y que cesó en sus funciones al tomar posesión el gobernador siguiente.
A partir de 1668, el sistema en la provisión de los capitanes gobernadores continuó como hasta entonces. En todas las cartas de nombramiento se hace mención a que la jurisdicción concedida era la establecida para los capitanes de los lugares de África, que a su vez era la dispuesta en la Ordenaçoes Filipinas, lo que significaba la pervivencia de la legislación portuguesa en la Ceuta castellana. Sin embargo, el resto de las competencias se fueron recortando, como la de nombrar oficios, que a partir de entonces pasaron a ser designados por el monarca. También perdieron la facultad de donar casas y propiedades. Así, en los nombramientos de Francisco Suárez Alarcón, Diego de Portugal, Antonio Medina Chacón y de Francisco Velasco Tobar ya no se les denomina capitanes, como hasta entonces, sino que se emplea el término de general, nueva denominación asociada a la de capitán general (Becerra, 2003, pág. 309).
El control del comercio en las conquistas portuguesas en África correspondía a las casas. Así se desarrolla de forma simultánea con la de Guinea, la Casa de Ceuta, dependiente del Consejo de Hacienda (Conselho da Fazenda), creado en 1591. A partir del reglamento elaborado ese mismo año, las cuestiones hacendísticas referidas a Ceuta correspondían a la cuarta repartición o escribanía del Consejo de Hacienda. Si el negocio superaba las competencias del Consejo, su escribano dirigía la consulta al rey a través del virrey de Portugal. (Martín, 1998, pág. 245).
En Ceuta, la administración de Hacienda del diecisiete estaba constituida por tres organismos coordinados que se ocupaban de los asuntos del fisco: la contaduría, el amojarifazgo y la aduana. En la contaduría se controlaban todos los ingresos y gastos de la ciudad, con funciones principalmente de control de la contabilidad. El almojarifazgo era el encargado de gestionar los impuestos que se percibían por derecho de aduana. Sus oficios principales eran el contador y almojarife, el primero de los cuales era además veedor de las obras, juez de los hechos de hacienda y juez de aduana. Otros oficios eran los escribanos y los porteros. La aduana o alfandega estaba dirigida por el almotacén, encargado de la recaudación de las rentas y la percepción de los derechos de entrada y salida de mercancías.
La justicia era administrada en estas fechas por el juez ordinario que entendía de asuntos civiles y penales en primera instancia, mientras que el oidor se ocupaba de los recursos contra las sentencias del anterior en segunda instancia. También existía un cargo novedoso, el de juez de huérfanos para proteger los derechos de los menores. Otros funcionarios de justicia eran los contadores encargados de la tasación de las costas procesales, los inquiridores que recibían los testimonios, los distribuidores o repartidores de autos, los cuadrilleros que actuaban a modo de policía judicial, los escribanos que daban fe de las actuaciones judiciales y el tabeliao o notario.
Estos últimos no se limitaban a actuar en el ámbito judicial, sino que también lo hacían en el municipal y como depositarios de la fe pública en el ámbito privado: escriturar y autentificar toda clase de negocios y contratos. Pertenecían a la nobleza local y como requisito para su nombramiento se exigía ser natural de Ceuta (Del Camino, 1998, pág. 230).
El poder municipal continuaba representado por la Cámara, a imagen y semejanza de la de Portugal hasta las reformas administrativas de 1738. En 1648 estaba compuesta por un juez, un almotacén, un escribano de Cámara, encargado de dar fe de sus acuerdos, y seis diputados. El gobernador actuaba como primer regidor. El almotacén era una especie de policía de mercado encargado de velar de que se cumpliesen las disposiciones de la Cámara, fundamentalmente para que se utilizasen los pesos y medidas oficiales. Un procurador actuaba en representación de los moradores de Ceuta. La función de la Cámara era la de adoptar acuerdos para la administración de la ciudad, como ordenanzas de limpieza, mercado, etc. (Becerra, 2004, pág. 34).
Economía. El abastecimiento y sus problemas
A pesar de la exagerada descripción que hacen algunas fuentes de las potencialidades económicas de la ciudad, tanto en la época portuguesa como en la española escaseaban los recursos y su población se veía obligada a depender del exterior tanto en su alimentación como en la obtención de ingresos. Como se ha visto en el capítulo anterior, casi todos sus moradores recibían sueldos del Estado a través de unas prestaciones conocidas como tensas y moradías (Posac, 1967, pág. 73). Continuaron percibiéndose cuando la corona portuguesa pasó a manos de los Austrias y también al pasar Ceuta definitivamente a formar parte de la corona de Castilla. Los habitantes de Ceuta estaban exentos en estas fechas de pagar impuestos sobre el sueldo.
Real de a ocho en plata de la ceca de Potosí. Museo de Ceuta. Fotografía: José Manuel Hita Ruiz.
Las propiedades con las que contaban algunos habitantes de la ciudad en los años finales del siglo XVI y principios del XVII consistían en tierras para cultivar algo de trigo, viñas y patatas, así como casas, sujetas a foros que oscilaban entre 1.200 y 5.500 reis, que era la moneda portuguesa del momento. Los oficiales y algunos soldados obtenían un complemento a su alimentación mediante la pesca, que se practicaba a título personal no sin cierto riesgo de ser tiroteados desde las costas magrebíes o asaltados por los piratas en sus embarcaciones. La pesca encontró su máxima producción en el anclaje de la almadraba, que por primera vez se hizo en tiempos del gobernador Bernardo Baraona (1689-1692). Las especies que se capturaban eran: bonito, albacora, melva, caballa, atún o aguja, entre otras. De la venta del pescado se extraía el diezmo que era entregado a la Iglesia de Ceuta.
La sublevación de Portugal dejaría a muchos de estos señores sin sus riquezas, al mantener su fidelidad a Felipe IV (Felipe III de Portugal). Como hemos visto anteriormente, fueron muchos los nobles ceutíes los que solicitaron ser considerados como españoles para poder obtener hábitos de las órdenes militares, lo que llevaba aparejado sustanciosas cantidades de dinero, que vinieron a paliar la destrozada situación económica en la que algunos habían quedado.
Las actividades productivas de la plaza eran exiguas. Frente a una escasa agricultura de subsistencia en las huertas de la Almina y una inexistente industria, el comercio fue la actividad más desarrollada en la ciudad. Éste se realizaba entre cristianos o bien con intercambios con las tribus vecinas. En el interior existía la figura del pequeño comerciante para la venta de tejidos.
Entre Ceuta y las localidades vecinas, como Tetuán, el comercio era fluido a pesar de las escaramuzas. A través de cáfilas o caravanas, se traían pieles y cera y se enviaban a Tetuán productos procedentes de la Península o de otras posesiones de la corona de los Austrias. También se traficaba con esclavos. Un papel importante en este comercio lo jugaban los judíos (Posac, 1967, pág. 74).
Así mismo, Ceuta comerciaba con españoles e ingleses. Aunque ya había españoles traficando en Ceuta y otras ciudades del norte de África, no fue hasta después de 1580 cuando se intensificó su papel en el comercio ceutí. De éstos, fueron los andaluces los que tuvieron un mayor peso, actuando, como después veremos, a través de los contratos de abastecimientos de la ciudad (Mendes Drumond y Drumond Braga, 1998, pág. 73).
Los ingleses también trataban con Ceuta, Tánger y Mazagán, aunque la monarquía hispánica era contraria a este comercio. Una consulta al Consejo de Portugal fechada el 14 de mayo de 1622 muestra la preocupación porque en este comercio intervinieran los ingleses. A pesar de ello, éstos lograron firmar acuerdos con Marruecos con el fin de monopolizar el tráfico comercial de esta zona, creando incluso una compañía de comercio.
El comercio implicaba la existencia de alfandega o aduana, como hemos visto en el apartado anterior. Cuando Jorge Seco visitó las plazas de África en 1585 estableció la exención de derechos de aduanas para incentivar el comercio, aunque se mantenían sobre el pescado apresado por sus habitantes. Jorge Seco observó también ciertas irregularidades en la administración de la aduana ceutí y, para evitar la corrupción, ordenó que no se siguiera con la práctica de pagar gastos extraordinarios con el dinero que algún comerciante adelantaba a cuenta de las mercancías que fuera a pasar por dicha aduana.
No existe un análisis de los precios en este periodo, pero suponemos, a la luz de lo que nos otorgan las escasas fuentes procedentes del Libro de Cámara (Mendes Drumond y Drumond Braga, 1998, pág. 79), que la oscilación era escasa. Por ejemplo, se constata una diferencia de 10 reis en el precio del aceite en el periodo comprendido entre 1626 y 1636. Por su parte, la carne de cerdo osciló en ese periodo entre 4,5 y 5 reis la alqueire en venta al por menor, y entre 34 y 35 la arroba al por mayor. Finalmente el carbón osciló entre 4 y 5 reis el arrátel. Aunque no son datos concluyentes, podemos advertir una escasa inflación en los precios del primer tercio del siglo XVII.
Durante la administración portuguesa la moneda que circulaba por Ceuta era el reis, pero cuando quedó definitivamente emplazada dentro de las ciudades del reino de Castilla se decidió, como hemos visto, la acuñación de moneda propia como la tenían otras muchas ciudades castellanas. El impulsor de esta idea fue el ya mencionado López de Acuña en su visita a Ceuta a finales de 1643. Con ello pretendía impedir la continua salida de numerario desde Ceuta a la Península y al Magreb, con la consiguiente escasez en la localidad. Acuña afirmaba: “Allé esta ciudad con grande falta de moneda porque no paran en ella los reales de a ocho porque salen luego para España y para Berbería” (citado por Vilar y Vilar, 2002, pág. 82). La moneda portuguesa circulante por la plaza fue recogida y se acuñó otra de plata con valores de tres reales de vellón y real y medio de vellón, llamadas vulgarmente “carillas”. Más tarde se introdujeron otras. En 1662, 35.000 reales de a ocho de Ceuta equivalían a 50.000 escudos de Castilla. Es decir, un real de a ocho ceutí valía 1,42 escudos castellanos.
El abastecimiento fue la cuestión más problemática tanto en Ceuta como en las demás plazas portuguesas del norte de África. Había dos fuentes de abastecimientos: las propias y las procedentes de importaciones.
La primera englobaba aquellos productos que la ciudad podía conseguir por sí misma, mediante el corso y las almogaverías o razias en las aldeas de alrededor. De este último procedimiento ya hemos hablado con anterioridad y visto cómo muchos de sus gobernadores se lanzaban en busca de ganado u otros productos comestibles a las localidades vecinas, en especial cuando la escasez aumentaba en la plaza. Por otro lado, las naves armadas en corso conseguían de vez en cuando algún botín que era administrado por la aduana y sus funcionarios. En la mayoría de los casos se trataba de mercancías no comestibles también necesarias para la ciudad: telas, objetos de adornos, muebles… Estas opciones se ponían en marcha sobre todo cuando el abastecimiento por el sistema de importación presentaba serios problemas a causa de la falta de dinero. En 1666 el gobernador de Ceuta, el marqués de Asentar, se quejaba de que no se le pagasen al asentista, Juan de Urrea, las consignaciones y que esto provocaba el retraso en la entrega de los abastecimientos. El marqués se vería obligado a realizar razias en los territorios limítrofes, tomar dinero del pósito y asaltar las naves extranjeras que pasaban por el Estrecho.
La segunda fuente de abastecimiento radicaba en las importaciones de productos que se hacían desde Lisboa primero y de otras ciudades europeas después. Como es obvio, la situación del abastecimiento no se alteró con la llegada de Felipe II al trono portugués y los Austrias continuaron teniendo este problema como el más primordial para nuestra ciudad. La institución responsable de este abastecimiento seguía siendo la Casa de Ceuta en Lisboa.
A partir de 1581 la corona recurrió a un nuevo sistema. Consistía en el nombramiento de asentistas que remataban los contratos por un periodo de dos a cuatro años, aunque en ocasiones difíciles para la plaza, el monarca diera permiso para el abastecimiento directo y por cuenta de la corona. Este suministro era después incluido en las cuentas de los respectivos contadores. En el caso de Ceuta siempre se realizaba una negociación aislada y no formando parte del abastecimiento general de los presidios.
El contrato era pactado entre el comerciante y el presidente del Ministerio de Hacienda en nombre del monarca. En él, el asentista presentaba sus condiciones, señalaba la suma de dinero o especie que invertía en la transacción, tipo de moneda, lugar donde se debía depositar la mercancía, tiempo y plazos de entrega, generalmente por meses, de donde proviene el nombre de mesada. El asentista se veía obligado por contrato en muchas ocasiones a dar una cierta cantidad de dinero a obras pías. La cuantía de los abastecimientos y mercancías que al final del contrato sobrasen, hasta una cantidad de 5.000 cruzados, se quedaban para el año siguiente, entrando en la cuenta del próximo contrato. Los asentistas también eran los encargados de suministrar los sueldos.
Este nuevo sistema se había puesto en marcha para Ceuta ya en 1604, aunque no con mucho éxito. De hecho Felipe III escribía al virrey de Portugal comunicándole las quejas de los habitantes de la ciudad. La situación mejoró en los años venideros, pero no de forma irreversible, pues de vez en cuando se volvían a producir las quejas de los vecinos por el mal funcionamiento del sistema. En 1607 parece que el abastecimiento de los lugares de África discurría mejor, así como en 1615, pero en 1620 las condiciones volvieron a ser preocupantes. La situación se complicaba por el recelo de los gobernadores de las ciudades andaluzas que se quejaban de quedarse sin trigo para entregárselo a ciudades y fortalezas portuguesas. En 1626 se realiza un nuevo asiento por periodo de seis años, y diez años después se vuelve a hablar de aprietos para Ceuta por falta de aprovisionamiento. En muchas ocasiones eran problemas burocráticos y de competencia entre las distintas instituciones castellanas y portuguesas los que impedían un normal suministro a nuestra ciudad. No obstante, el abastecimiento de Ceuta desde Andalucía era superior al que protagonizaba Portugal, que en el siglo XVII sólo condujo algún género desde el Algarve, Lisboa o Alentejo, pero siempre en cantidades menores que las que procedían de Andalucía.
Fragmento de un tapiz representando las gestas lusas de Marruecos. Colegiata de Pastrana. Fotografía: José Luis Gómez Barceló.
Epitafio de Gil Eannes da Costa en la iglesia de Gracia de Santarém. Fotografía: José Luis Gómez Barceló.
Después de 1641 continuaron los problemas. En muchos años no se llegaba a la cantidad de 2.000 fanegas de trigo, que se consideraban necesarias anualmente para el abastecimiento de Ceuta. Diversas cédulas fechadas desde 1644 a 1700 ordenan la administración de dos millones de fanegas de trigo desde Andalucía, así como otras cantidades de vino, aceite, carne, vinagre, pasas, azúcar, etc.
Santiago Luxán considera que esta situación de desabastecimiento se debía a una serie de problemas entre los que destaca el mal estado de la hacienda regia, la ineficacia de la organización mercantil asentista, las crisis agrícolas andaluzas, los temporales, etc. (Luxán, 1988, pág. 135).
Los principales asentistas de la segunda mitad del siglo XVII, tras el paso definitivo de Ceuta a la corona de Castilla, fueron en primer lugar los miembros de la familia Montesinos, Fernando y sus hijos Manuel y Bartolomé, que obtuvieron asientos de 1647 a 1654, de 1655 a 1660 y de 1663 a 1665; Manuel de Aguilar y Francisco López Pereira (1675 a 1678); Luis Marqués Cardoso y Manuel de Cáceres Pinedo (1679-1684); Juan González de la Cosgaya (1685 a 1688); Gabriel Campos (1688 a 1694), y, finalmente, un nuevo Montesinos, Diego Felipe, que arrebató el asiento a Gabriel Campos en 1695 al abaratar el precio del trigo y la ropa. Pero aquél logró recuperarlo en 1697, gracias a demostrar ante la hacienda la mala administración de Diego Felipe y al hecho de tener más amigos en la corte (Sanz, 1988, pág. 577).
El abastecimiento de Ceuta acarreó durante este periodo de su historia serios problemas a los asentistas. El primero de ellos era el retraso con el que recibían sus consignaciones, lo que suponía consecuentemente la supresión de las mesadas, incluyéndose una cláusula en el asiento que contemplaba esa posibilidad. Otro de los problemas con los que se enfrentaban los asentistas eran los apresamientos o los naufragios de los barcos cargados de mercancías.
¿Entonces por qué los hombres de negocios insistían en contratar nuevos asientos? Las respuestas son varias.
En primer lugar por las licencias y los beneficios concedidos a los asentistas, como la saca de trigo desde los puertos de Andalucía, el establecimiento de almacenes en lugares cercanos a los puertos y las exenciones aduaneras, que permitían a los hombres de negocios toda clase de especulaciones entre las que estaba el desvío del trigo a otros lugares.
En segundo lugar, la Real Hacienda unió al cumplimiento de estos abastecimientos de la plaza de Ceuta el arrendamiento de determinadas rentas o monopolios, como el de las salinas, suficientemente rentables como para seguir con los asientos. Así, por ejemplo, con los Montesinos, el asiento de Ceuta (1647 - 1666) estuvo ligado a la explotación de las salinas de Galicia y Asturias. Juan de Urrea tuvo el arrendamiento de las alcabalas y diezmos de la mar, y Manuel de Aguilar y Francisco López Pereira consiguieron, junto al asiento de Ceuta, la renta del tabaco. Cuando se perdían algunos de estos privilegios, ya no era tan atractivo para estos comerciantes el abastecimiento de Ceuta. Por ejemplo, cuando Manuel de Aguilar perdió el arrendamiento de la renta del tabaco, dejó el asiento de Ceuta que pasó a Juan Marqués Cardoso quien, precisamente, había conseguido dicho arrendamiento del tabaco. A partir de 1692, como hemos visto, se produjo una pugna entre los asentistas de Ceuta, como consecuencia del deseo de controlar el arrendamiento de alcabalas y otros impuestos de Sevilla, Jerez, Córdoba o Málaga, entre otros (Sanz, 1988, pág. 577). De todas formas, la concesión de estos privilegios a los asentistas viene a aclararnos la importancia que la corona daba al abastecimiento de estas plazas cercanas al estrecho de Gibraltar.
Esta importancia era mayor en el caso del material militar. La información que llega hasta nosotros relativa al abastecimiento de piezas de artillería, municiones y demás géneros bélicos, indica la constante preocupación de los gobernadores por estar perfectamente surtidos de estos materiales. De vez en cuando se hacía necesaria la fundición de piezas de artillería en la propia ciudad para reponer los cañones y demás artilugios artilleros. A lo largo del periodo filipino fueron muy comunes estas fundiciones. En 1586, Gil Eanes da Costa comunicaba a Felipe II que muchas piezas de artillería estaban deterioradas, y se decidió, por razones económicas, fundirlas en Ceuta. La fundición estaba en la Almina, donde fue necesario transportar cien palos de pino para el horno. En 1613 y 1626 también se procedió a fundir cañones, enviándose para ello fundidores desde Málaga (Mendes Drumond y Drumond Braga, 1998, pág. 134).
Población y sociedad bajo los austrias
Demografía
La conquista portuguesa de Ceuta significó un drástico descenso de su población, no produciéndose ninguna modificación de esta tendencia al pasar la ciudad a la corona de los Austrias. En 1586, Jorge Seco afirmaba que estaban registradas en la Hacienda Real unas 809 personas, distribuidas en 364 hombres solteros, 352 casados y 25 viudos. El visitador contabilizaba sólo 33 mujeres y 35 personas más de las que no especifica sexo. Al tratarse de una contabilidad de Hacienda no recoge a toda la población, sino sólo a aquélla que recibía tensas de la Corona, pero nos permite tener una idea aproximada del total de pobladores de Ceuta durante el reinado de Felipe II. Por otro lado, si aplicamos un coeficiente 4 a los varones que aparecen como casados en esta contabilidad, obtenemos un resultado de 1.859 personas, cifra a todas luces inferior a la real, pues en 1595, el obispo Pereira en su visita ad Limina informa de que la ciudad cuenta con 2.340 habitantes (Carmona, 1996, pág. 447).
La siguiente contabilidad corresponde a los datos que nos aporta Mascareñas en 1648, unos años después de la independencia de Portugal. En esta fecha, en Ceuta vivían unas 1.900 personas de comunión que corresponden a 450 fuegos (Mascareñas, 1995, pág. 16). En esta ocasión se calcula un coeficiente 4,2 personas por hogar (fuego).
A partir de estas fechas, son más abundantes los datos sobre la población sujeta a fuero militar, entre los que podían encontrarse también los desterrados. En 1692, un escrito del obispo de Ceuta al rey, en petición de ayuda para terminar la construcción de la catedral y la atención al culto, argumenta que ni siquiera cuenta la plaza con 100 soldados. Dos años después podemos calcular que el total de la población de Ceuta era de 3.490 personas. Este dato lo obtenemos de la suma de 1.240 soldados, de los que nos habla Correa da Franca (Correa da Franca, 1999, pág. 311), y 2.250 individuos que conformarían la población extrapolada de los 450 hogares de que nos habla Mascareñas para 1648, a los que se aplica un coeficiente más adecuado de 5 personas por cada hogar. En estos 450 fuegos o casas estarían comprendidos una gran parte de los jefes y oficiales del ejército. No cabe la menor duda de que cuando se inició el asedio de Muley Ismail el número de soldados aumentó ostensiblemente. Para 1718 se calcula una población de 6.695 personas.
La distribución por edad indica una población eminentemente joven a lo largo de todo el periodo estudiado en este capítulo y que tiene su prolongación en el siglo XVIII. En 1585 predominaban las personas entre los 11 y los 40 años y son pocas las de edades superiores a los cincuenta años. Si contabilizamos sólo la población hasta los 30 años, ésta suponía más de la mitad del total de las que recibían tenzas, el 58,7% (Mendes Drumond y Drumond Braga, 1998, pág. 53)
A pesar de las dificultades que siempre existían en las plazas norteafricanas y en concreto en Ceuta, la población estaba perfectamente asentada. De hecho, además de los soldados, se detectan aquéllos a los que es costumbre designar como habitantes, o sea, la población permanente de la plaza, la mayoría de la cual fue portuguesa hasta la castellanización producida durante la segunda mitad del siglo XVII. Por otro lado se constata también la presencia de mujeres casadas y solteras. Así mismo se sabe que entre los moriscos que, a partir de 1610, huyeron de España y se refugiaron en Ceuta había muchas mujeres, parte de las cuales eran acusadas de prácticas de prostitución (Posac, 1978, págs. 202-203). De todas formas el número de mujeres siempre debió ser bajo y, sobre todo, muy inferior al de los hombres. Jorge Seco sólo distingue 10 mujeres casadas y 23 viudas (4,4% de todos los beneficiarios de las tensas).
Incluso en la población más objetivamente flotante, como la de los soldados, se advierte una tendencia a quedarse en Ceuta. Para el siglo XVII, Posac reconoce varios casos de soldados andaluces que se quedaron en la ciudad después de haber sido destinados a ella, y o bien se casaron con mujeres ceutíes o bien mandaron llamar a sus esposas (Posac, 1995, págs. 430-431).
Los bautizos celebrados durante la pertenencia de la ciudad a la corona de los Austrias fueron 9.020, lo que supone un porcentaje de nacimientos de 76,4 al año. Esta cifra es elevada como corresponde a una población típica del Antiguo Régimen con alta tasa de natalidad aun en las más pésimas condiciones posibles, como las de nuestra ciudad y con pocas alteraciones ya que la desviación estándar durante todo el periodo fue de sólo 15,56. No obstante, la línea de tendencia implica un leve descenso a lo largo del periodo, debido a la extensa depresión registrada desde el segundo tercio del siglo XVII (1618) hasta finales de dicho siglo (1694). La causa fue la inestabilidad política que sufrió Ceuta en ese periodo como consecuencia de su abandono por Lisboa y las dificultades para recibir ayuda de España. Después de 1694, el cerco de Muley Ismail vino a reactivar los nacimientos a causa de la llegada de tropas de refresco, que supuso una inyección de sangre joven en la plaza.
Libro de la Revista del doctor Jorge Seco a Ceuta en 1586. Archivo General de Ceuta.
Bautizos y sepelios en Ceuta de 1581 a 1705
Elaboración propia a partir de los datos del Archivo Parroquial del Sagrario (Iglesia de África)
Pieza de artillería clavada. Palacio Real de Marrakech. Fotografía: José Luis Gómez Barceló.
Las tasas de natalidad durante el siglo XVII fueron bajas: de 23,71 por mil en 1648 y 30,37 por mil en 1694. La razón es la existencia en Ceuta de gran cantidad de personas que no formaban parte de sectores procreadores de la población: soldados y desterrados solteros o casados que no convivían con sus mujeres.
Desde 1581 hasta 1700 fallecen en Ceuta un total de 4.068 personas, cifra que relacionada con los 9.020 bautismos-nacimientos del mismo periodo arroja un balance positivo a favor de la vida frente a la muerte. Este dato no es, sin embargo, concluyente, porque habría que contar con la fuerte movilidad de esta población y con la existencia de frecuentes crisis de mortalidad. En efecto, los sepelios muestran una línea de tendencia ascendente a causa de las crisis de mortalidad ocasionadas por la enfermedades y las hambrunas propias del Antiguo Régimen e incrementadas por los continuos enfrentamiento con los enemigos. Las crisis de mortalidad que se observan desde 1581 hasta finales del siglo XVII son las siguientes.
La primera fue en 1593, año en el que los sepelios se elevan hasta los 63, frente a los 27 y 37 de los años anteriores y posteriores. La causa nos la apunta Correa da Franca al decirnos que en esa fecha se reprodujo la epidemia de 1579-1580, a lo que se unió las “desgracias de la guerra” (Jarque, 1989, pág. 203).
Otro episodio mórbido se engendró en 1602, año en el que la cifra de fallecidos ascendió de nuevo. El 8 de abril de ese año el clero y la ciudad llevaron a la imagen de la Virgen de África en procesión a la catedral. En mayo se experimentó una cierta mejoría y el 13 de julio se dio por terminada la epidemia que causó cerca de 40 muertos.
Otras crisis de mortalidad las encontramos en los años 1618-1619 a causa de un naufragio acaecido el 6 de marzo (Lucas Caro, 1989, pág. 96. Nota de José Luis Gómez Barceló); en 1628 provocada por el ataque que una partida de soldados al mando del adalid Andrade Simois sufrió por parte de los fronterizos (Lucas Caro, 1989, pág. 97), y en 1633, año en el que no sólo fallecieron hombres, sino también un gran número de mujeres (más de 39) a causa de la enorme escasez de víveres por la que pasó Ceuta. Todas esas crisis se configuran como de tipo medio.
En 1648 la peste asoló gran parte de Andalucía, pero no afectó a nuestra ciudad, aunque sí lo hizo el mal que continuamente la asolaba: el enfrentamiento con los fronterizos. De las 82 defunciones registradas en ese año, más de la mitad lo fueron en un solo día al ser atacado un destacamento que realizaba trabajos de defensa en el pozo del Chafariz por orden del gobernador, el conde de Torres Vedras. La intensidad de esta crisis se puede catalogar como de fuerte (Carmona, 1996, págs. 330 y 358).
Tres años después, en 1651, el contagio retornó a España y nuestra ciudad volvió a encomendarse a la Virgen de África, a quien el día 9 de febrero hizo solemne voto para agradecer su intercesión. En 1655 hubo un nuevo enfrentamiento con los enemigos que causó 22 muertes y en 1681 fueron los problemas de abastecimiento los que originarían un aumento de la mortalidad. A partir de la concreción del cerco de Ismail, todas las crisis alcanzan la categoría de fuerte, con puntas de hasta 272 sepelios en 1695 y 1699, a causa de las escaramuzas con los sitiadores ya comentadas
Estructura social
La de Ceuta bajo los Austrias es quizás una sociedad más compleja que la de épocas anteriores y posteriores. Entre 1581 y 1700 se va a producir la transformación de una sociedad de estilo portugués a otra de índole claramente castellana. No fue una transformación brusca, pues, como hemos visto, esa transición se produjo de forma gradual y sin grandes sobresaltos.
Esa complejidad se observa también en su composición social. Por un lado, debemos constatar el componente militar como elemento aglutinador de la sociedad. Todo giraba en torno a los “fronteros” u “hombres de la frontera” portugueses y a los soldados castellanos. Junto a ellos formaban parte de la peculiar sociedad ceutí los degradados o desterrados.
Por otro lado, hay que distinguir la población que de forma convencional podríamos llamar civil, que estaba formada por personas que no realizaban actividades militares, aunque la mayor parte de sus componentes derivaban de la población militar de forma directa, mujeres e hijos de los soldados y oficiales, o indirecta, escribanos, funcionarios o comerciantes que debían su existencia a la función militar de la ciudad. Dentro de este grupo tenemos que situar al clero, tanto secular como regular.
El papel de la mujer en Ceuta en esta época estaba limitado, como en toda España, al ámbito doméstico. Su supervivencia dependía de su casamiento. En esto las mujeres ceutíes tenían cierta ventaja, pues la desproporción entre hombres y mujeres, favorable a éstas, les permitía tener mayores opciones de contraer nupcias que a las mujeres de otros lugares de España. Esto mismo ocurría con las viudas, que en el siglo XVII componían un 9% de las que contraían matrimonio en Ceuta. Se daba el caso de que eran más las mujeres viudas que se casaban con solteros (6,92%), que los viudos con solteras (4,73%), al contrario de lo que ocurría en otro tipo de poblaciones.
En esta época se puede hablar aún de minorías étnicas y religiosas, en especial de los judíos, que aunque no tenían una gran importancia numérica, algunos de sus miembros llegaron a alcanzar cierto nivel económico. Los esclavos configuran también una minoría en este siglo.
La élite del poder. Altos cargos
En los últimos años del siglo XVI y los primeros del siglo XVII, la élite local estaba constituida por grupos de hidalgos y otros nobles pertenecientes a la casa del capitán y de otros grandes señores o incluso a la propia casa real, así como profesos o comendadores de la orden de Nuestro Señor Jesucristo. La mayor parte de ellos ostentaba los oficios que podía proveer el gobernador, como alcaide mayor, adalid, alfaqueque, sobrerronda, oidor, juez o almotacén, así como el de notario o escribano público (Del Camino, 1998, pág. 227). Aunque ignoramos la extracción social de los componentes de la Cámara, creemos que ésta también debía estar compuesta por miembros de la nobleza local y del ejército
La Iglesia
El clero continuó teniendo importancia en la vida social de Ceuta. La figura principal era, obviamente, la del obispo. La mayor parte de los que llegaban a Ceuta, salvo Diego Ibáñez de la Madrid, lo hacían ocupando su primer episcopado. Tenían, por consiguiente, poca experiencia, aunque su formación era elevada, con estudios superiores y, casi todos, colegiales y mayoritariamente complutenses. Su escasa experiencia como obispos era compensada con su dominio del gobierno eclesiástico, por haber sido previamente magistrales, doctorales, inquisidores y, en el caso de los regulares, priores. Héctor de Valladares y Sotomayor sería el primer obispo de Ceuta propuesto por los Austrias, que desde la época de los Reyes Católicos gozaban del patronato regio, entre cuyos privilegios estaba el de proponer obispos para las sedes vacantes. La diócesis estaba compuesta por las Iglesias de Tánger y Ceuta, pero tras la sublevación del duque de Braganza y la decisión de Tánger, en el verano de 1643, de permanecer en la obediencia de Lisboa, su obispo Gonzalo de Silva quedó sólo con la de Ceuta. El 26 de febrero de 1645 fallecía este prelado y se produjo una grave crisis, ya que la sede quedó vacante y ambos monarcas, Juan IV y Felipe IV, se arrogaban el derecho de nombrar obispo. Juan IV presentó el 25 de octubre de 1655, a pesar de no tener poder sobre la ciudad, al ceutí Fray Juan de Andrade, mientras que la reina gobernadora Mariana de Austria había ya propuesto, desde 1647, a Alonso de Palma, y, no siendo éste aceptado por la Santa Sede, a Andrés Viegas Coelho. Pero la situación estaba lejos de aclararse mientras que la disciplina del clero ceutí se deterioraba cada día más.
Finalmente, tras el acuerdo de Lisboa de 1668, se abrió una posibilidad de cubrir la sede vacante. Pero la presentación que se hizo por parte de doña Mariana de Austria de Antonio Medina Chacón, el 16 de julio de 1670, hubo de esperar al decreto de desvinculación de Ceuta de Tánger, para meses después ser preconizado obispo de Ceuta. Era el 16 de diciembre de 1675 (Gómez Barceló, 2002, pág. 751).
Antonio Medina Chacón y Ponce de León no tomó posesión hasta el 4 de agosto de 1677. Su primera disposición fue el traslado del culto catedralicio al santuario de Nuestra Señora de África, debido al mal estado en el que se encontraba la catedral. También mandó derruir el palacio episcopal. Realizó varias visitas pastorales y se preocupó de traducir al castellano todas las disposiciones de sus antepasados. Este obispo ostentó el gobierno militar de la plaza en dos ocasiones.
Tras el traslado de Antonio Medina a Lugo en 1681, ocupó la sede episcopal Juan Porras y Atienza, quien trató de acabar con los problemas económicos exigiendo la rendición de cuentas de la fábrica en 1683. Antonio Ibáñez de la Riva y Herrera sucedió a Juan Porras, siendo el redactor de las primeras reglas de coro que luego reformaría Sancho de Velunza. Inició la reconstrucción de la catedral. Diego Ibáñez de la Madrid y Bustamante fue el único que llegó a Ceuta con cierta experiencia, pues fue con anterioridad obispo de Trivento y Puzol. Se enfrentó repetidamente con el capitán general y otras jerarquías de la plaza. Terminó la catedral a la que donó un buen número de obras de arte. Vidal Marín llegó a Ceuta con una brillante carrera eclesiástica detrás. Tuvo que hacer frente a las dificultades del asedio de Muley Ismail, renunciando a las mitras de Pamplona y Burgos por no dejar abandonada la sede episcopal de Ceuta (Szmolka, 2004, págs. 218-219).
La no residencia de los prelados en los primeros tiempos, y las ausencias y frecuentes periodos de sedes vacantes después, creó un cabildo con una acusada tendencia autonomista, muy corporativo y profundamente arraigado en la ciudad. La mayoría de sus miembros procedía de familias de la nobleza local. Esto le dotaba de una enorme fuerza social y lo convertía en un bastión del localismo ceutí que se enfrentaría con fuerza a aquellos prelados, incluso a algunos canónigos, de procedencia castellana que comenzaron a llegar a Ceuta a partir de 1640, con mayor asiduidad, y a los que consideraban extraños y no merecedores de los privilegios que aún creían tradicionalmente suyos (Szmolka, 2004, pág. 222).
Los efectivos humanos apenas si sufrieron variaciones respecto a la etapa portuguesa. El obispo estaba auxiliado por un provisor y vicario general, un fiscal, un notario y dos ministros. El cabildo lo componían once canónigos, de los cuales cuatro eran dignidades –deán, chantre, tesorero y arcediano–, y carecía de oficios como penitenciario, doctoral, lectoral y magistral. Completaban la nómina catedralicia cuatro beneficiados o racioneros, un maestro de capilla, un organista y siete músicos. El tesorero era el párroco de la única parroquia de la ciudad y, hasta que a comienzos del cerco la corona introdujo el clero castrense, se ocupaba también de asistir a las fuerzas de la guarnición. En 1697 el obispo fue nombrado vicario general de la guarnición y hospitales de la plaza de Ceuta. Este cabildo se seguía rigiendo por los estatutos redactados en 1572 por el obispo Cuaresma y reformados en 1580 (Gómez Barceló, 2002, págs. 753-754; Szmolka, 2004, pág. 215).
La escasez del clero secular era suplida por las comunidades de frailes, que además eran requeridas con frecuencia para tareas importantes, dada su mejor preparación. En este sentido es fácil constatar cómo actuaban en muchas ocasiones en la administración de los sacramentos del bautismo, desposorios y sepelios, y cómo los franciscanos ejercían de padres agonizantes en el Hospital Real. Las órdenes religiosas que permanecen en Ceuta en esta época fueron los franciscanos y los trinitarios.
Los franciscanos habían estado anteriormente en Ceuta y regresaron a ella en 1677, procedentes de Fez de donde habían sido expulsados. Se les otorgó la ermita de Nuestra Señora del Valle, pero como este templo quedaba muy retirado de la parte habitada, comenzaron a levantar en la Almina un convento de nueva planta en el año 1679, dedicado a la Santa Cruz. La comunidad se componía de unos veinte miembros y entre sus funciones destacaban la asistencia a los enfermos y la enseñanza de la teología escolástica –dogmática–, con lo que en cierta manera suplían la falta de un seminario en Ceuta
Virgen de África en una medalla del siglo XVIII. Colección José Luis Gómez Barceló.
Los trinitarios portugueses fueron sustituidos por frailes españoles en 1642. Estos monjes manifestaron su disgusto por su estancia en nuestra ciudad, lo que consideraban como un castigo, por lo que en 1680 fueron sustituidos por trinitarios descalzos. Ejercieron de predicadores y confesores y colaboraron en la formación del clero local mediante estudios de teología, moral y filosofía (Szmolka, 2004, pág. 223). Además de los franciscanos y los trinitarios hubo otras órdenes religiosas que de manera transitoria pasaron por Ceuta. Hay que citar a la Compañía de Jesús, que en algunas ocasiones fue llevada a Ceuta para dirigir ejercicios espirituales, y a la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, que también hizo esporádicas incursiones a la ciudad. No existieron comunidades femeninas, aunque podemos citar, como excepción, el mencionado intento frustrado de Juana Arráez de Mendoza de fundar un convento a partir del beaterio de recogidas de doncellas que perduró hasta comienzos del siglo XVIII.
La sede episcopal de Ceuta siempre tuvo unos recursos limitados y procedentes de otras mitras. La desmembración de los territorios que formaban la diócesis de Ceuta en 1570, como se ha visto en el capítulo anterior, al fundar la nueva de Ceuta y Tánger, debió de sumirla en la indigencia, por lo que rápidamente se impuso a la diócesis del Algarve una pensión de 1.500 cruzados para la de Ceuta. La dependencia de otras diócesis continuó en el siglo XVII, ya que en 1618 una bula de Pablo V disponía agregar a la diócesis los bienes, derechos y propiedades de la parroquia de Santa María de Sobeigoso, situada en el obispado de Lamego (Portugal), lo que vino a suponer unos 300 cruzados de oro (Gómez Barceló, 2002, pág. 754).
En cuanto a los sueldos de los clérigos, sabemos que en 1609 el obispo recibía de la Hacienda Real 139 reis y una fanega de trigo al mes, las dignidades, 180 reis y una fanega cada uno, y cada uno de los cuatro beneficiados recibía 139 reis por mes y también una fanega de trigo. Más tarde le serían concedidos al obispo, Antonio de Aguiar, 500 reis para gastos de culto y a Gonzalo de Silva 50.000 reis de mantenimiento anual.
La situación se hizo crítica al comienzo del periodo castellano, en 1640, ya que la diócesis perdió todos sus rendimientos, por lo que Felipe IV se vio obligado a hacerle algunas donaciones: en 1643 concedió 6.000 maravedíes a las dignidades y 4.000 a los canónigos; en julio de 1665 se cedió 1.600 ducados de renta al año en pensiones de obispados o iglesias vacantes, mientras durase la rebelión de Portugal. En esas mismas fechas se le entregaron 600 ducados para repartirlos entre sus capitulares hasta que no les fuesen restituidos sus bienes. Por su parte, durante el gobierno de Mariana de Austria, se estableció una congrua de 4.000 ducados, de los que 2.000 eran sobre los derechos de aduana de Sanlúcar de Barrameda, 1.400 de dos canonjías pertenecientes a la catedral de Granada y a la colegiata de Antequera y 600 de la ciudad de Ceuta. A finales del siglo XVII los recursos según el obispo Vidal Marín eran los siguientes:
Pero estas rentas se cobraban muy mal y provocaron las continuas quejas por el atraso con que se hacían.
El ejército
La composición del ejército de Ceuta no sufriría grandes transformaciones bajo los Austrias. A mediados del siglo XVI aparece ya conformada su estructura orgánica, que perdurará hasta el cerco de Muley Ismail. Su base la constituía las llamadas Bandera Vieja, formada en 1415, y la Bandera Nueva, creada en 1575 por orden del rey don Sebastián. Se componían de unos 211 hombres, y su estructura de mando era: un capitán, un alférez, un sargento, un apuntador, un capellán y un cabo. La plana mayor la formaba un abanderado, un piquete de escolta, un paje, uno o dos tambores y un pífano. Todos eran portugueses y moradores de Ceuta. En 1585 se acuerda que una escuadra o compañía quedase armada con mosquetes para la defensa de los baluartes norte y sur, mientras que las siete restantes continuaran con arcabuz, muy útil para la defensa de las cortinas de murallas. Esta misma plantilla se mantuvo en líneas generales hasta 1689.
La caballería creada en el siglo XVI no varió su estructura en la época de los Austrias. Antes de 1640 se componía de 130 hombres. Su núcleo principal eran los escopeteros de a caballo a los que se les añadían los hidalgos propietarios de caballos.
Sin embargo, la artillería experimentó una evolución más marcada. En 1628 se procedió a la refundición de sus piezas, se fijó sueldo a los bombarderos y se redujo su número a 180. Al mando estaba el almojarife de las armas y de las municiones, cargo que no revestía carácter militar sino gremial-artesanal. Otros cargos de la artillería eran el condestable, guarda almacén, armeros, polvoristas, pedreros, etc. Todos con la misma categoría artesanal que el almotacén. Existía también una cuadrilla de hombres para el arrastre de las piezas.
Aunque la artillería seguía sin formar parte de cuerpo militar alguno, en tiempos de los últimos Austrias aparecen empleos de carácter castrense, como capitán, veedor y cabo, y, sobre todo, los bombarderos pasaron a llamarse artilleros y ayudantes de artillería. En la segunda mitad del siglo XVII se crearon las compañías de artillerías, encuadradas en el ejército del presidio de África.
Los ingenieros como tales oficios relacionados con las fortificaciones no aparecen hasta el siglo XVII como cargos superiores al del maestro de obras. También en este siglo los desterrados comienzan a sustituir a los trabajadores en las obras de fortificación.
La fuerza naval o “gente de mar”, fundada desde la conquista portuguesa, quedó en el siglo XVII reducida a 60 hombres, de los 200 iniciales. En 1640 existía una pequeña flota formada por tres barcos luengos, un bergantín y tres fragatas. Continuaron bajo los Austrias los atalayas, escuchas, espías, facheiros y alfaqueques, este último encargado de los esclavos y cautivos (Torrecilla, 2004, págs. 378 y 379).
Tambor del tercio de Valladolid y mosquetero del tercio de Gibraltar del ejército de Carlos II presentes en Ceuta durante el cerco de Muley Ismail. Ilustración: José Montes Ramos.
Aunque este ejército tenía un origen portugués, la participación española cada vez se fue haciendo mayor hasta alcanzar su máximo hacía 1625. El último envío de tropas portuguesas a Ceuta se produjo en 1638. En 1643, ante las continuas quejas de la Cámara de la ciudad sobre lo menguado de su guarnición se decide, como hemos indicado, el envío de tropas castellanas. En total fueron cuatro compañías de 100 hombres cada una, aunque no todas llegaron completas y hubo que completarlas con desterrados. A partir de ese momento las tropas españolas formaron parte definitivamente de la guarnición de la plaza y eran conocidas como “compañías castellanas”. En 1666 se crea un cuerpo de plaza y a finales del siglo XVII la estructura del ejercito ceutí quedó establecida así, según Torrecilla Velasco (Torrecilla, 2004, pág. 381)
Mosquetero del ejército de Mosquetero del ejército de Felipe V. En bandolera aparecen los llamados “doce apóstoles”, recipientes para pólvora en número de doce que portaban estas tropas y dio origen a esta denominación. Ilustración: José Montes Ramos.
Era un ejército con un fuerte arraigo portugués, incluso después de 1640, a pesar de que a esta dotación ordinaria se le añadiría los refuerzos llegados desde Andalucía en diferentes momentos. Los cargos, incluido el del capitán general, continúan la tradición medieval portuguesa hasta finales del siglo XVII: adalid, alcaide de mar y guerra, almojarife, etc.… Estos cargos se transmitían prácticamente en propiedad entre las antiguas familias portuguesas de la plaza y sólo a través del matrimonio podían acceder a ellos los castellanos. Los cargos introducidos por la administración española, como los de sargento mayor, ayudante de plaza, segundo cabo, auditor y otros, encontraron serias dificultades en la burocracia pro lusitana. Incluso aparecen de vez en cuando conflictos entre los cargos portugueses y los castellanos, que curiosamente la corte de Madrid falla casi siempre a favor de los primeros.
El inicio del cerco supuso una transformación en el ejército de la ciudad y su definitiva castellanización, ya que comenzaron a llegar tropas para su defensa. También se van a producir modificaciones en la estructura de la guarnición, pues en 1693 llegó Lorenzo Ripalda con autoridad por encima de la del adalid y contador de la época portuguesa. A los tercios de las milicias provinciales de Andalucía se unen por primera vez tropas procedentes de otros lugares de España: tercio de mallorquines, tercios provinciales de Extremadura, dos tercios portugueses, etc. En 1698 se inicia el sistema de relevos, que se va a mantener durante el siglo siguiente. Desde ese año prácticamente toda la infantería española va a pasar por Ceuta como guarnición extraordinaria.
Los desterrados
Otro grupo de gran importancia era el de los desterrados y “homiciados”. Muchas de las penas por crímenes cometidos en el reino de Portugal implicaban el destierro allende el mar. Pero en este grupo de desterrados hay que incluir también a aquellos otros que huían hacia las plazas de Ceuta y otras del norte de África después de cometer algún delito. De esta manera Ceuta se convierte bajo la administración portuguesa, incluso con los Austrias, en lo que María Ángela Beirante llama un couto de homiciados. En términos genéricos se puede definir como un lugar inmune desde el punto de vista penal, en el que existe el derecho de asilo (Beirante, 1993, pág. 92). Después, quienes practicasen delitos contra la seguridad interna del reino o desertara de la armada, también recibirían penas de destierro en Ceuta. Igualmente eran desterrados a esta plaza los que falsificaban monedas, quienes dejasen huir a los presos, etc.
Desde el principio se planteó el problema de la función que estos desterrados deberían desempeñar en el presidio. Esta preocupación será la que en el siglo siguiente lleve a las autoridades españolas a redactar los reglamentos de desterrados. En algunos casos la forma de hacerse perdonar los delitos consistía en luchar contra los enemigos de Portugal en esta parte de África, pero en general los problemas administrativos que padecía la ciudad permitían con frecuencia la indolencia entre esta población.
Jorge Seco pudo observar en su visita a la ciudad, en 1585, que muchos de los desterrados se limitaban a vivir a costa de la Hacienda Real, considerando necesario reglamentar sus obligaciones, especialmente en el ámbito militar. El visitador aconsejaba aprovecharlos en el desempeño de diversos oficios mecánicos (carpinteros, pedreros…), ya que muchos de ellos rechazaban aceptar el servicio de las armas.
Las minorías sociales
A pesar de esta sencilla estructura social y del escaso número de habitantes de la ciudad durante el periodo de los Austrias, existían también en ella otros miembros de diferentes nacionalidades y religiones.
Después de la expulsión de los judíos de España en 1492, fueron pocos los que se establecieron en Ceuta, prefiriendo para ello las ciudades de Arcila, Safi o Azamor. Sin embargo algunos continuaron frecuentando la ciudad como mercaderes. Finalmente acabarían por asentarse en Ceuta, a pesar de la animosidad regia, inquisitorial y episcopal. Las condiciones en las que vivían en nuestra ciudad eran muy duras: tenían su tiempo de estancia restringido, debían vivir todos juntos, recogerse a las horas del Ave María y no salir hasta la mañana siguiente, tenían prohibida su salida a la calle durante la Semana Santa, etc. Hasta finales del siglo XVII residieron en una alhóndiga, en el barrio del Castillo, y contaban con una sinagoga propia que el gobernador, el conde de Puñoenrostro, cerró en 1683 (Gómez Barceló,, 2002, pág. 764), aunque posteriormente hubo de rectificar ante las presiones de la propia corona. Algunos lograron amasar grandes fortunas, como José Mejías, que comerciaba entre Ceuta y Tetuán y era respetado por las autoridades de las dos ciudades. Fue el único judío autorizado para residir oficialmente fuera de la alhóndiga. Poseía bienes inmuebles y rentas fijas en Ceuta y llegó al máximo cargo que podía desempeñar un israelita en el gobierno de Tetuán, el de secretario de los gobernadores. También realizó múltiples gestiones junto a los padres trinitarios en el rescate de cautivos (Gozalbes, 2003, pág. 211)
Antiguo cementerio judío de Xauen. Fotografía: José Luis Gómez Barceló.
Los moros libres debieron ser muy pocos, abundando más los esclavos. También tenían restringido su movimiento: no podían celebrar el salat en lugares públicos y los domingos y días santos no podían abandonar su encierro antes de terminar los oficios divinos. La situación de los moros de paz era diferente, ya que recibían protección de las autoridades ceutíes a cambio de un tributo.
A partir de 1610, Ceuta recibiría a algunos de los moriscos expulsados de Andalucía y Extremadura, una parte de los cuales estuvieron un tiempo en la ciudad antes de partir hacía Tetuán u otras zonas de dominio islámico. En 1617, el obispo Antonio de Guiar ordenó al provisor general de la diócesis que investigara la presencia de los moriscos en la ciudad siguiendo las instrucciones de la inquisición. Estas diligencias fueron hechas, pero la mayoría de los conversos continuaron viviendo en Ceuta. La corona incentivaba su paso a la cristiandad premiándolos con 1.000 reales por cabeza si se convertían al cristianismo (Mendes Drumond y Drumond Braga, 1998, págs. 68-70).
Durante la monarquía de los Austrias también vivieron en Ceuta extranjeros. En el siglo XVI y en los primeros años del siglo XVII se conoce la existencia de una pequeña comunidad de franceses (de Burdeos, La Rochela y Languedoc). En los años treinta y cuarenta de ese siglo se detecta la presencia de prisioneros de guerra de otras nacionalidades, así como de tres armenios que adoptaron el apellido López y se dedicaron al comercio. También se observa la presencia de alemanes entre los bombarderos. Entre 1640 y 1700 se celebraron los matrimonios de 14 hombres extranjeros en la ciudad. Su origen corresponde a reinos vinculados con la corona de los Austrias (Nápoles, Palermo y Catania) o a franceses (Marsella, Bayona). Por último hay que señalar la presencia de esclavos de origen turco, magrebí, etc. La mayoría de ellos se dedicaban al servicio doméstico y formaban parte de la servidumbre de las grandes familias ceutíes.
Castillo Nuevo de Safi. Fotografía: José Luis Gómez Barceló
El proceso de castellanización
Más numerosos fueron siempre los españoles, aunque su número aumentó a partir de 1580 y sobre todo de 1640. A principios del siglo XVII (1603-1615) había cinco españoles residentes en la ciudad, pero en el periodo comprendido entre 1640 y 1700 anotamos ya un total de 275 hombres y de 52 mujeres que se casan en Ceuta, procedentes de diversos lugares de España, en especial de Andalucía (actuales provincias de Sevilla, Málaga y Cádiz). La escasa presencia de mujeres españolas en comparación con la de los hombres es esclarecedora de que el tipo de población que se dirigía a Ceuta desde España estaba compuesta por soldados y desterrados.
La evolución de los matrimonios de españoles marca sin duda la transformación de la sociedad de Ceuta y su castellanización. Así es apreciable en el gráfico que este colectivo aumenta a partir de 1648, con un rebrote en 1668 tras la Paz de Lisboa. Aunque ya antes del comienzo del cerco el número de esposos de procedencia española aumenta considerablemente, cuando realmente se produce un incremento espectacular de españoles en Ceuta, especialmente de hombres, es a partir de su inicio (1694). Hay que tener en cuenta, no obstante, que desde 1668 ya ningún español podía considerarse jurídicamente como extranjero en nuestra ciudad.
La mayoría de los hombres procedía de Andalucía, con el 62,95%. Eran más los originarios del reino de Sevilla que los del reino de Granada. Las dos provincias con mayor número de individuos en Ceuta eran las actuales de Cádiz (16,73%) y Sevilla (14,34%), a las que seguía Málaga (13,15%). El resto de los reinos de España enviaban aún pocos hombres a Ceuta. Sin duda las fuerzas expedicionarias para su defensa llegadas de Andalucía ocasionaban esta abundancia, a lo que también hay que unir la proximidad geográfica. El número de mujeres andaluzas en Ceuta era sensiblemente inferior, pues solamente 33 se casan en esta ciudad frente a los 158 hombres.
Hombres y mujeres españoles que contraen nupcias en Ceuta
Elaboración propia a partir de los datos del Archivo Parroquial del Sagrario (Iglesia de África)
Al mismo tiempo van desapareciendo los portugueses del escenario ceutí, si bien se observa un aumento de desposorios de hombres lusos a partir del inicio del cerco. Desde 1695 se contabilizan 15 portugueses que se desposan en Ceuta. Eran seguramente miembros de las compañías que desde el país vecino llegaron a la plaza para contribuir a su defensa. Su procedencia era muy diversa: del potente obispado de Braga, de Oporto, Lisboa, Setubal, Santarem, Faro e incluso de las colonias, como Angola, Lagos y Madeira.
La vida social
A tenor de lo que hemos visto, la Iglesia era la que regía la vida social de Ceuta. Su presencia en todos los actos de la población era activa y las prácticas religiosas configuraban la vida cotidiana de la ciudad: las luces de las hornacinas contribuían a iluminar espacios y alejar a los delincuentes, las coplas de ronda del pecado mortal conjuraban el comercio carnal, las campanillas y cantos de los rosarios públicos sacaban a los trabajadores de las tabernas o les hacían madrugar para ir al trabajo, la presencia del Santísimo Sacramento o de la Virgen de África en las calles aplacaba tumultos o miedos, etc. (Szmolka, 2004, pág. 229). Las actividades religiosas apenas eran acompañadas por otras de tipo lúdicas, de escaso interés, como pescar en barca por sus aguas cercanas, salir al Campo Exterior a cazar cuando los fronterizos lo permitían o pasear por las huertas de la Almina.
La Iglesia de Ceuta no lo tenía fácil en cuanto a conservar el decoro público. En esta ciudad los males y pecados típicos de la época eran agravados por las peculiaridades de sus pobladores. Como afirman los obispos en sus visitas, su moralidad enfermaba por las irregularidades de las vidas de los soldados, los desterrados y los naturales, éstos “por vivir como viven dispersos y variamente ocupados”. La actuación de los tribunales eclesiásticos trataba de paliar todo esto y en algunos aspectos parecía lograrlo. Así, el número de ilegítimos entre los niños nacidos en Ceuta no era tan elevado como en otras partes de España. Los niños expósitos, es decir, depositados en la inclusa o Casa de Misericordia o en las iglesias, el de ilegítimos y los hijos de esclavas que pueden considerarse en su mayoría también como naturales suman un total de 288 desde 1640 a 1700, lo que supone un porcentaje con relación a los bautizos totales del 6,66%. Si tenemos en cuenta que algunos de los expósitos no lo eran por razón de ilegitimidad, sino por la imposibilidad de sus padres de alimentarlos, podemos decir que no es un porcentaje elevado en relación con el 10% que se estima para una parroquia sevillana en el siglo XVIII o el 8,5% para la Granada del siglo XVII (Carmona, 1996, págs. 279-280). Un análisis más pormenorizado de estas cifras advierte que el porcentaje de ilegitimidad aumenta conforme avanza el siglo XVII.
Todas estas circunstancias influían en la práctica religiosa, una religiosidad que era fruto de un acuerdo entre lo oficial y lo popular, imbuida en el siglo XVII de ideas contrarreformistas, y que afloraba por todas partes invadiendo las conciencias y sentimientos y haciendo que el pueblo participara pero siempre bajo el control eclesiástico.
En esta participación popular jugaron un importante papel las cofradías. A las ya creadas antes de la llegada de los Austrias, se uniría ahora la del Santísimo Sacramento del Altar fundada en 1583, que se encargaba de la organización de la procesión del Corpus Christi. También aparece con fuerza la de Ánimas, Nuestra Señora de los Remedios y Nombre de Jesús, junto a las de Vera Cruz, San Miguel, San Daniel y Compañeros Mártires, Santa Bárbara, Santa Lucía y Venerable Orden Tercera (Gómez Barceló, 2002, pág. 760).
Las cofradías de Ceuta en el siglo XVII alcanzaron un gran dinamismo, pero en su mayoría eran de tipo devocionales, escaseando las penitenciarias y profesionales como consecuencia de la influencia de la espiritualidad portuguesa. Su sostenimiento continuaba corriendo casi exclusivamente a cargo de la administración. Existían algunas excepciones, como las de San Crispín o San Pedro, que eran de tipo gremial, o algunas de tipo nobiliarias o militares, como la de Santa Bárbara o la primitiva de Nuestra Señora de África o Santiago. Algunas hermandades poseían ambiciones pastorales superiores y buscaban el progreso espiritual de sus miembros, como la de la Orden Tercera de San Francisco o la llamada Escuela de Cristo.
Inventario de la Real Casa de Misericordia (1581-1708). Durante el gobierno de los Austrias, la Misericordia ceutí continuó siendo una de las más prestigiosas instituciones de la ciudad. Archivo General de Ceuta.
De todas las cofradías, la que continuaba teniendo un gran prestigio era la Hermandad y Real Casa de Misericordia, fundada, como hemos dicho, a semejanza de la de Portugal. Continuaba su labor asistencial a los huérfanos y en este periodo es cuando se realiza ya de forma sistemática el apunte de los niños abandonados. A pesar de sus cuidados, la tasa de mortalidad entre estas criaturas era muy elevada en el siglo XVII. Se estima que estaba en torno al 66,83%.
La preocupación por la honestidad de las doncellas, propia de la sociedad del Antiguo Régimen, se manifiesta en Ceuta en la fundación de la mencionada Casa de Recogidas. Esta institución fue un Patronato Real autorizado en 1613 por Felipe III quien se convirtió en su protector. Se ubicó junto a la capilla de Nuestra Señora del Socorro. Durante los primeros momentos del sitio de Ismail fueron destruidas muchas de sus edificaciones.
A partir de entonces fue la Casa de Misericordia la que se encargó del recogimiento de doncellas y en especial de la concesión de dotes a aquéllas que querían profesar. Las dotes fueron entregadas por la casa matriz de Lisboa hasta 1640 y hasta este año iban dirigidas a las hijas de los soldados y cargos militares que morían en acto de servicio. A partir de esa fecha, la que se hizo cargo de las dotes fue la Casa de Misericordia de Ceuta, y entonces las que la recibían eran huérfanas de la Casa, hijas de la misma, doncellas huérfanas de militares y soldados, así como de civiles, hermanos de segunda clase de la Casa de Misericordia (Cámara, 2004, pág. 260).
Pero las manifestaciones religiosas más importantes de la sociedad ceutí fueron las procesiones de penitencia. Poco después de 1583 se irá conformando el modelo de la Semana Santa ceutí, pero será en la primera mitad del siglo XVII cuando podamos encontrar procesiones a la portuguesa. La de la Quinta Feira Santa llevaba un nutrido acompañamiento, era de carácter general, de pasos, pero sólo trasladaba una imagen de bulto redondo, un crucificado de pequeño tamaño. El resto de las representaciones de la pasión y muerte de Cristo se hacía mediante ocho insignias o estandartes (Gómez Barceló, 1989, págs. 94-99). No poseían ninguna Virgen, a pesar del fervor mariano del siglo XVII. Otra peculiaridad portuguesa tenía lugar el Viernes Santo, día en el que el cabildo catedralicio hacía una procesión por la plaza de África con el Santísimo en una urna cubierta con paramentos negros (Gómez Barceló, 1997, págs. 489-490).
La procesión de la Sesta Feria Santa comenzaba con al sermón de las Siete Palabras y continuaba con la conducción del Crucificado desclavado de la cruz a la catedral por los hermanos de la Misericordia. Desde la catedral salía el cortejo que contorneaba la ciudad y volvía al templo catedralicio para depositar la imagen en un túmulo. Era la procesión oficial de Ceuta (Smolka, 1998, págs. 142-143).
Con la castellanización de la ciudad, esas manifestaciones también experimentaron cambios. Junto a las procesiones tradicionales aparecen o se recuperan otras, hasta conformar el número de cinco: la del Santo y Dulce Nombre de Jesús Nazareno en la tarde del Martes Santo, que era una procesión de encuentro de Jesús y María; la de la Santa y Vera Cruz, revitalizada tras la vuelta de los franciscanos; la de los hermanos de la Misericordia, el Jueves Santo; la de Jesús Cautivo y Nuestra Señora de los Dolores, en la mañana del Viernes, organizada por los trinitarios, y la del Santo Entierro, en la tarde del mismo día. Al día siguiente, tenía lugar la de la Resurrección (Smolka, 2004, págs. 230-231).
El auge procesional corría paralelo a las nuevas devociones, tanto de índole general como local. Entre las primeras destacaba el fervor concepcionista que se manifiesta en Ceuta en el voto del Cabildo y la Cámara de 2 de febrero de 1653, y que más tarde se activará cuando se declare dogmáticamente el misterio. En cuanto a los nuevos cultos de orden local, hay que destacar las festividades de los santos mártires y la de Nuestra Señora de África.
El culto a San Daniel y sus compañeros mártires fue institucionalizado en 1572, pero revitalizado después por el obispo Antonio Medina Chacón con el fin de marcar el carácter de reinstauración y no de instalación de la sede septense. Por esta misma razón, en el siglo XVII, se hará oficial la devoción de algunas imágenes que hasta entonces sólo gozaban del fervor popular, como ocurría con la Virgen de África. Ésta, a pesar de ser enviada por Juan I y puesta bajo la custodia de los caballeros de la Orden de Cristo, tuvo, durante mucho tiempo, menos consideración, por parte del cabildo, que la Virgen Capitana o Portuguesiña. Pero, poco a poco, se fue identificando con el conjunto de la sociedad y se comenzó a acudir a ella cuando había que conjurar algún peligro o aflicción. De esa manera, Francisco Cuaresma instituyó en 1575 la festividad del 5 de agosto; en 1604, se recuperó la hermandad, y, en noviembre de 1651, la ciudad emitió solemne voto público de celebrar fiesta cada 9 de febrero y la acogió como patrona tras solicitar su amparo frente a la epidemia de peste levantina que se acercaba a la ciudad y que finalmente no la afectaría. Esta medida se ratificará después en 1679 (Smolka, 2004, pág. 233).
Constituciones sinodales, 1553. Archivo Diocesana de Ceuta.
La necesidad de incrementar el fervor cristiano hizo que se solemnizara a algunos ceutíes que fallecieron con fama de santidad, como Pedro Guiral, martirizado en Argel en 1630 y cuyos restos se hallaban en el convento de Ceuta, o el venerable fray Juan de la Concepción, trinitario conocido como el “Santito”, que falleció en el Real Colegio de Ceuta en 1690.
También fomentaba la Iglesia de Ceuta el bautismo de adultos, esclavos y libres, con el fin de fortalecer la fe católica y contrarrestar a los que se pasaban al moro. Entre 1640 y 1700 se bautizaron un total de 64 varones y 44 mujeres libres, y 21 hombres y 24 mujeres esclavas. El número de bautizados de esta condición fue mayor durante el periodo del cerco de Muley Ismail, por el empeño de las autoridades eclesiásticas en bautizar tanto a los infieles capturados en el Campo Exterior, como a los de otras religiones que venían en las fuerzas expedicionarias como soldados: calvinistas, luteranos… (Carmona, 1996, págs. 285 y 286)
Representación de los protomártires de Marruecos y los mártires de Ceuta en la cubierta de la Misión Historial. Biblioteca Pública de Ceuta.
La hospitalidad
En íntima unión con la salvación del alma estaba la del cuerpo en la época de los Austrias. A esto se dedicó también la Iglesia, aunque quien ejercitó la labor benéfica de asistencia a los enfermos durante el siglo XVII en Ceuta con mayor empuje fue la Casa de Misericordia. Esta institución mantuvo un hospital junto a la ermita de San Blas. Se constituiría en 1593, pero no comenzaría a funcionar hasta 1619. Era de dos plantas corridas y techo a dos aguas. Su subsistencia dependía de la ayuda estatal, así como de las arcas de la Casa, de legados testamentarios y de las aportaciones de los asentistas de la ciudad.
El personal que lo atendía (médicos, cirujanos, boticarios y barberos) era eventual y era llamado cuando se requería sus servicios y pagado por cada uno de ellos. Los enfermeros y auxiliares solían ser hermanos de la Casa y eran ayudados por los llamados “mozos de azul”, personal asalariado bajo sueldo de la institución.
Este hospital se mantendría hasta finales del siglo XVII, fecha en que hubo de ser abandonado debido a los grandes desperfectos ocasionados por los primeros bombardeos de Ismail. La asistencia sanitaria pasaría entonces a la del obispo, así como al convento de los trinitarios, hasta que en 1697 se comenzó a usar el Hospital Real (Cámara, 1998, págs. 401-403). Los padres trinitarios descalzos solicitaron también la construcción de una hospedería en 1680, que no llegó a llevarse a cabo.
La evolución urbanística y las fortificaciones. El patrimonio histórico.
En el periodo que estudiamos se van a producir escasas transformaciones del tejido urbano ceutí; en cambio, el sistema defensivo tuvo que ser modificado y mejorado debido a las deficiencias que mostraba. La muralla real y sus baluartes estaban mal construidos, a pesar de ser de fábrica moderna, y la Almina mostraba muchos lugares por donde el enemigo podía desembarcar fácilmente. Además, los lienzos de murallas de cada una de las bandas costeras norte y sur estaban en un estado de bastante debilidad.
En estas fechas Ceuta contaba con un total de 11 enclaves fortificados: el Mirador, el Caballero de la Herrería Vieja, el baluarte de San Antón, la cortina que estaba entre los baluartes, el de San Sebastián, la Coracha, la Puerta del Sillero, la cortina correspondiente, el Pinedo, el baluarte de la Puerta Vieja y el Caballero de San Pedro. En 1585, cuando Jorge Seco realiza su visita, se habían construido cuatro baluartes más: el de San Antonio o del Caballero; el de San Simón, también llamado de la Peña de la Sardina o Puerta del Rey; el de San Sebastián o de San Luis, y el de San Pedro, situado en la bahía norte en la península de la Almina.
La ciudad tenía en esta fecha dos plazas de armas, una de ellas interior, próxima al Albacar, y otra exterior a modo de recinto cerrado que llegaba hasta el pozo Chafariz. Tanto una como otra estaban intercomunicadas con muros que intercalaban torreones circulares. Desde el recinto exterior al foso se abrían varias salidas o caminos cubiertos: el de la banda costera norte, otro que llegaba hasta el Afrag y un tercero hasta el Topo o Morro de la Viña.
La situación no debió mejorar en los años siguientes, ya que desde 1589 hasta 1597 no se tiene constancia de nuevas actuaciones (Ruiz, 2002, págs. 43-55). El urbanismo de Ceuta en el siglo XVI giraba en torno a una gran plaza, el terreiro de los portugueses, verdadero centro oficial, militar, religioso y comercial. La parte más importante de la ciudad era la oriental, donde se abrían cuatro vías principales en dirección este-oeste. Dos de ellas eran los caminos de ronda al norte y al sur, denominados hoy como paseo de Las Palmeras e Independencia, respectivamente. Las otras dos corrían por el interior, siendo una la llamada Dereita por los portugueses –después, calle Larga y Jaúdenes– en el sur y la otra, la calle de las Monjas o Asilo, en el centro (actual avenida alcalde Antonio L. Sánchez Prado) (Gómez Barceló, 2004, pág. 297).
A mediados del siglo XVII, la ciudad continúa restringida al istmo delimitado por los fosos Real y de la Almina (Bernal y Pérez 1999, pág. 151). En 1643 el ingeniero castrense, Luis Bravo de Acuña, describía Ceuta como una plaza perfectamente cuadrada, situada en el tramo más estrecho del istmo, y flanqueada en ambos frentes con sendas cortinas bien artilladas, cada una con dos baluartes y foso de comunicación de ambos mares (AGS GA Leg. 1.518). La descripción de Acuña muestra también que continúan las deficiencias del sistema defensivo. Casi veinte años después, en 1662, sus fortificaciones, aunque reparadas y en ocasiones ampliadas, continúan siendo las de la época portuguesa. En la muralla norte se habían ampliado algunos de sus torreones para situar en ellos piezas de artillería (Miradouro). En la del sur se hicieron reformas a causa de la brecha producida en 1670 entre el torreón de San Miguel y el baluarte de San Francisco. El matemático padre Aflicto recomendaría también mantener y reforzar la línea de fortificaciones que miraba al Anyera, consistente en una fuerte cortina de dos baluartes y foso anegado y, a modo de glacis, unos parapetos exteriores a los que se llegaba por trincheras y caminos protegidos.
Las restantes defensas de la plaza se reducían a una débil cortina, cuando no inexistente, en los costados del istmo. Por el contrario, la muralla del frente de Almina estaba siendo reforzada por ser el sector más vulnerable de la plaza, aunque estos proyectos no se vieron acabados por falta de fondos (Vilar y Vilar, 2002, págs. 83-85).
En este siglo XVII la zona ístmica continuó siendo el centro urbano de la plaza, aunque el avance constructivo hacia levante y poniente será realmente lo más novedoso, ganándose terreno edificable conforme pasaba el siglo. El tejido urbano mostraba el mismo esquema del siglo anterior, partiendo desde la plaza de África, donde se disponía la mayor parte del caserío, mientras que el resto se distribuía desperdigado por el istmo y estribaciones de la Almina. Al iniciarse el cerco observamos ya una organización en cuatro circunscripciones: la plaza de África; el barrio del Castillo, en el interior de la alcazaba meriní; el de la Cerca, en el actual Parador de Turismo, y la ciudad propiamente dicha, que conformaba el resto del istmo. El nombre de las calles obedecía a los edificios religiosos o a los apellidos de los personajes que habitaban sus casas: Alfondiga, Araña de Sousa, Barbacana, Carnicería, Diego de Govea, Espíritu Santo, etc. (Vilar y Vilar, 2002, págs. 271-331).
En este siglo se añade al istmo otro esquema vial partiendo desde la puerta de la Almina, que comienza a poblarse tras el inicio del cerco de Ismail. Estaba compuesto por dos líneas. La de la derecha seguía el trazado de la actual calle Real, por donde se llegaba al convento de San Francisco, hoy desaparecido y en cuyo solar se eleva, en la actualidad, la iglesia de la misma advocación construida en el siglo XVIII. El otro era conocido con el nombre de Camino de Nuestra Señora del Valle, que conducía a esa ermita frente a la cual estaba el desaparecido templo de San Pedro. Entre ambas se situaba la torre que llamamos del Heliógrafo. Había otros caminos reales como el que corría paralelo al litoral sur, conocido con el nombre de La Rocha. En esta costa meridional, frente al baluarte de San Simón, había una fuente, que hoy llamamos Fuente Caballos, junto a un cementerio abandonado de época medieval. Sobre un montículo cercano se encontraban las ermitas de San Simón y San Judas y en otra colina inmediata, el Molino de Viento, que da nombre a una calle ceutí. Otros dos caminos corrían paralelos al litoral norte. El más próximo a la playa era el camino de Abajo o del Maestre y el otro, el de Arriba. En este litoral existía un muro flanqueado por varias torres y un fortín en San Amaro, construido en 1693. Frente a él estaba la ermita del mismo nombre y al fondo, sobre un montículo, la de San Antonio.
En la Almina se marcaba una incipiente urbanización de tipo militar, junto a huertas y arboledas (finca de Valdeflores, Otero, la Vaca, etc.), que en la zona más cercana a la ciudad configuraba el lugar conocido como el Revellín de la Almina. La subida a la fortaleza del Hacho se realizaba a través del camino de ronda y de vigilancia a caballo. En la cumbre, una casita cobijaba al vigía.
Por razones militares existían puertas de acceso desde el exterior y puertas interiores. El acceso a la ciudad por la Almina se hacía a través de una torre que encuadraba la puerta. También existía una puerta en el baluarte de San Sebastián. La entrada desde el Campo Exterior se podía hacer por la puerta del Foso Real, que quedaba enmarcada por los baluartes de los Mallorquines y la Bandera. Otras puertas exteriores eran la de la Rivera de Santa María al norte y la de la Rivera del Pescado al sur. Las puertas interiores estancaban las calles para evitar las invasiones. Por ejemplo, a la plaza de África no se podía entrar por el norte sin atravesar una puerta existente entre la actual comandancia general y el edificio que fuera circunscripción occidental (Gómez Barceló, 2004, pág. 303).
Por lo general, el caserío ceutí era de mediocres proporciones, con una planta o a lo sumo dos, hecha de terrizo, con piedras de acarreo y ladrillos reutilizados de las casas medievales. Abundaban las cisternas y los pozos y en la Almina, norias. Había bastantes silos que se utilizaban más como escombreras.
Ceuta necesitaba un muelle para el desembarco de tropas y de mercancías. A principios del siglo XVII se intentó construir uno en la banda norte, pero tal proyecto no se llegó a realizar. Continuaron, pues, usándose los fondeaderos antiguos situados en la Albacar y el foso marítimo de las murallas reales, al que se suma el del foso semiseco de la Almina.
El patrimonio artístico de Ceuta se encontraba en estas fechas bastante deteriorado. La mezquita-catedral estaba a finales del siglo XVI en tales condiciones, que era imposible su restauración. En 1665 se declararía en ruinas y en 1677 sería demolida y su culto trasladado a la ermita de Nuestra Señora de África. El obispo Antonio Medina Chacón encargaría un nuevo edificio al maestro Juan de Ochoa, poniendo la primera piedra el obispo Antonio Ibáñez de la Riba, el 8 de enero de 1686. El templo tenía planta cuadrangular, con tres naves divididas por pilares de sección cuadrangular y testero plano. La cabecera se dividía en tres espacios, siendo el central el que albergaba la capilla mayor y las laterales, el sagrario y la de los mártires, luego suprimida para ensanchar las dependencias capitulares. La portada fue obra de Manuel Guiares, gentilhombre de artillería a quien el cabildo eligió como maestro mayor. Una vez terminada la catedral no pudo ser usada para las ceremonias religiosas, porque se convirtió en 1694 en alojamiento de las tropas que llegaron a Ceuta para defenderla del cerco de Muley Ismail (Pérez del Campo, 1988, págs. 44-54).
A finales de este siglo XVII se reformó la ermita de Santa María de África por orden del obispo Vidal Marín, en parte para que pudiera acoger la sede del cabildo. Se cubrió a prueba de bomba la capilla mayor y la nave central, y se construyó el panteón subterráneo. También se hicieron nuevos retablos que, quince años después, el obispo Velunza no consideró apropiados realizando una nueva reforma.
También en esta época fue entregada la iglesia del Valle a los franciscanos expulsados de Fez (1677), quienes, como hemos visto, la cambiaron durante el mandato del conde de Puñoenrostro (1679-1681) por la de la Vera Cruz. En 1612 se fundó la ermita del Socorro como capilla de recogimiento de doncellas. En tiempos del obispo Vidal Marín fueron demolidas las ermitas de San Simón y San Judas. La de San Amaro, se dice, fue levantada en 1602 tras aparecerse el santo a un niño, anunciándole el fin de la epidemia de peste que, como hemos visto, asoló la ciudad en ese año.
Vista de Ceuta mirada por la parte de África, grabado de finales del siglo XVIII. Archivo General de Ceuta.
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ANTONIO CARMONA PORTILLO
Doctor en Historia por la Universidad de Málaga, es miembro de la Asociación de Profesores de Geografía e Historia de Andalucía “Hespérides”, del grupo de investigación de la Universidad de Málaga “Historias y Ciudad” y miembro correspondiente del Instituto de Estudios Ceutíes. Su interés por la demografía y la sociedad de Ceuta en la Edad Moderna quedó plasmado en la realización de su tesis doctoral. Es autor de una extensa bibliografía, entre la que destaca Ceuta española en el Antiguo Régimen, 1640 a 1800, Las Relaciones hispano marroquíes a finales del siglo XVIII y el cerco de Ceuta de 1790 1791, Demografía y sociedad en la Ceuta de los siglos XVII y XVIII e Historia de una ciudad fronteriza. Ceuta en la Edad Moderna.

